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La primera nave sembradora abandonó el Sistema Solar en 2553, con destino al astro gemelo más próximo al sol: Alfa Centauri A. Aunque el clima de un planeta llamado Pasadena, que tenía el tamaño de la Tierra, era extremado y violento debido a la proximidad de Centauri B, los otros objetivos probables se encontraban a una distancia dos veces mayor. La duración del viaje a Sirius X sería de más de cuatrocientos años; cuando la máquina llegase, seguramente la tierra habría dejado ya de existir.

Pero si se conseguía colonizar Pasadena con éxito, habría tiempo suficiente para enviar las buenas noticias. Doscientos años de viaje, cincuenta para asegurar sus posiciones y construir un pequeño transmisor, y tan sólo unos cuatro años para que la señal regresara a la tierra; con suerte, habría gritos en las calles en el año 2800…

De hecho fue en 2786; Pasadena había ido mejor de lo previsto. La noticia fue alentadora y dio un nuevo estímulo al programa de siembra. Por entonces ya se habían lanzado una veintena de naves, cada una de ellas con una tecnología aún más avanzada que las precedentes. Los últimos modelos podían alcanzar un veinteavo de la velocidad de la luz, y tenían más de cincuenta objetivos a su alcance.

Incluso cuando el faro de Pasadena dejó de funcionar tras emitir tan sólo la noticia de aterrizaje inicial, el desaliento fue sólo momentáneo. Lo que se había hecho una vez podía repetirse otra vez, incluso otra—con mayores posibilidades de éxito.

Hacia el año 2700 se abandonó la burda técnica de los embriones congelados. El mensaje genético que la Naturaleza codificaba en la estructura espiral de la molécula del ADN podía almacenarse con mayor facilidad y seguridad, y de forma compacta, en las memorias de los últimos ordenadores. De esta forma se podía trasladar un millón de genotipos en una nave sembradora no mucho mayor que un avión regular de mil pasajeros. Una nación entera sin hacer, con todo el tipo necesario para formar una nueva civilización, podía caber en unos cien metros cúbicos y ser trasladada a las estrellas.

Brant sabía que esto era lo que había ocurrido en Thalassa hacía setecientos años. En el tramo donde la carretera subía hacia las colinas había algunas huellas dejadas por los robots excavadores al buscar las materias primas de las que provenían sus propios antepasados. Dentro de unos momentos pasarían por las plantas de fabricación abandonadas hacía largo tiempo.

—¿Qué ha sido eso? — murmuró apresuradamente el concejal Simmons.

—¡Párate! — ordenó la alcaldesa—. Apaga el motor, Brant — dijo, buscando el micrófono del coche.

— Aquí la alcaldesa Waldron llamando. Estamos en el kilómetro siete. Hay una luz delante de nosotros. Se puede ver entre los árboles. Creo que está exactamente en Primer Aterrizaje. No se oye nada. Volvemos a arrancar.

Brant no esperó la orden pero disminuyó ligeramente la velocidad. Este era el segundo acontecimiento más importante de toda su vida. El primero fue el ser atrapado por el huracán del 09.

Aquello había sido más que emocionante; tuvo suerte de salir con vida. Quizás esto también era peligroso, pero en verdad no lo creía. ¿Podían ser hostiles los robots? Seguramente los visitantes de otro mundo no buscaban en Thalassa nada más que amistad y conocimientos.

— Oídme — dijo el concejal Simmons—, he podido verlo bien antes de que cruzara los árboles, y estoy seguro de que era algún tipo de aeronave. Las naves sembradoras nunca tuvieron alas ni aerodinámica, claro. Y además es muy pequeña.

— Sea lo que sea — dijo Brant—, lo sabremos dentro de cinco minutos. Mirad esa luz; viene del Parque de la Tierra, el lugar obvio. ¿Paramos el coche y seguimos a pie el resto del camino?

El Parque de la Tierra era un terreno ovalado cubierto de hierba amorosamente cuidada, situado en la parte este de Primer Aterrizaje, que en aquellos momentos se encontraba fuera de su vista, tapado por la negra silueta de la columna de la Nave Madre, el monumento más viejo y más venerado del planeta. Había un haz de luz que hacía resaltar por doquier los bordes todavía sin oxidar del cilindro y que parecía provenir de un único punto brillante.

— Para el coche antes de llegar a la nave — ordenó la alcaldesa—. Luego bajaremos y echaremos un vistazo. Apaga las luces para que no nos vean, hasta que nosotros queramos.

—¿Nos vean, o nos vea? — preguntó uno de los pasajeros, un tanto nervioso. Nadie le hizo caso.

El coche se detuvo ante la inmensa sombra de la nave, y Brant lo giró ciento ochenta grados.

— Así podremos escapar — explicó medio en serio y medio en broma. Todavía seguía sin poder creer que existiera algún peligro. De hecho, había momentos en que se preguntaba si lo que ocurría era real. Quizá seguía aún dormido y todo no era más que un sueño.

Salieron silenciosamente del coche y caminaron hasta la nave. Luego la rodearon hasta llegar a la bien definida pared de luz. Brant se protegió los ojos y miró por encima del borde, entrecerrando los ojos ante el deslumbrante resplandor.

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