Читаем Canticos de la lejana Tierra полностью

La alcaldesa Waldron estaba utilizando el radioteléfono del coche. Brant no se dio cuenta de la llamada, estaba demasiado absorto en sus pensamientos. Por primera vez en su vida, deseó haber aprendido algo más de historia.

Por supuesto, los hechos más relevantes le eran familiares; todos los niños de Thalassa habían crecido escuchándolos. Sabía que a medida que pasaban los siglos, las predicciones de los astrónomos eran cada vez más seguras y las fechas más precisas, y que en el año 3600, con una diferencia de setenta y cinco años más o menos, el sol se transformaría en una nova. En una nova no muy espectacular, pero sí lo suficientemente grande…

Un viejo filósofo señaló una vez que el saber que uno iba a ser colgado al día siguiente tranquilizaba la mente humana. Algo así ocurrió con toda la raza humana durante los años próximos al cuarto milenio. Si ha existido jamás un momento en el que la Humanidad se ha enfrentado a la verdad con resignación y determinación, éste fue la medianoche del mes de diciembre cuando se pasó del año 2999 al 3000. Todos los que vieron aparecer aquel tres no pudieron nunca olvidar que jamás habría un cuatro.

Sin embargo faltaba más de medio milenio; las treinta generaciones que todavía vivirían y morirían en la Tierra como sus antepasados podrían aún hacer algo. Por lo menos, podrían conservar el conocimiento de la raza y las grandes creaciones del arte humano.

Incluso en los comienzos de la era espacial, los primeros robots que abandonaron el Sistema Solar llevaron consigo muestras de música, pintura y mensajes por si se topaban con otros exploradores del Cosmos. Sin embargo, y aunque nunca se encontraron en la galaxia signos de civilizaciones extrañas, incluso los científicos más pesimistas creían que debía existir inteligencia en algún lugar en los billones de universos—islas que se extendían más allá del alcance de los telescopios más potentes.

Durante siglos, se envió pieza por pieza el conocimiento y la cultura humanos a la Nebulosa Andrómeda y a sus más lejanos vecinos. Nadie, por supuesto, sabría jamás si las señales fueron recibidas, y en el caso de que lo fueran, si pudieron ser interpretadas. Pero su motivación era una que todos los hombres podían compartir; era el impulso de dejar algún último mensaje, alguna señal que dijera: « Mira, yo también estuve vivo. »

Hacia el año 3000, los astrónomos creyeron que sus gigantescos telescopios orbitales habían detectado todos los sistemas planetarios a cinco mil años luz del sol. Se habían descubierto docenas de mundos del tamaño de la Tierra, y algunos más cercanos habían sido burdamente representados en un mapa. Algunos poseían atmósferas con ese indiscutible signo de vida: un porcentaje alto de oxígeno. Había alguna posibilidad de que el hombre pudiera sobrevivir allí, si lograba llegar hasta ellos.

Los hombres no podían, pero el Hombre sí.

Las primeras naves sembradoras eran primitivas, pero incluso así forzaban la tecnología al límite. Con los sistemas a propulsión disponibles en el año 2500, podían alcanzar el sistema planetario más cercano en unos doscientos años, llevando consigo su preciosa carga de embriones congelados.

Pero ésta era la menor de sus tareas. También tendrían que transportar todo el material automático que reanimaría y criaría a esos humanos en potencia y les enseñaría a sobrevivir en un ambiente desconocido y probablemente hostil. Sería inútil y cruel dejar unos niños desnudos e ignorantes en mundos tan hostiles como el Sáhara o el Antártico. Tendrían que ser educados, se les tendría que dar herramientas, enseñarles a orientarse y a utilizar los recursos locales. Después del aterrizaje, la nave sembradora se convertiría en una nave madre y tal vez tendría que cuidar de su progenie durante generaciones.

Pero no solamente se tuvo que transportar seres humanos, sino también un ecosistema completo. Plantas (aunque nadie sabía a ciencia cierta si habría tierra para ellas), animales de granja, y una sorprendente variedad de insectos y microorganismos que tuvieron también que incluirse en caso de que los sistemas normales de producción de alimentos resultaran inútiles y fuese necesario volver a las técnicas agrícolas básicas.

Había una sola ventaja en un comienzo así. Todas las enfermedades y parásitos que habían asolado a la Humanidad desde el comienzo de los tiempos quedarían atrás, para perecer en el fuego esterilizador de Nova Solis.

También tuvieron que construir y diseñar bancos de datos, « sistemas expertos » capaces de superar cualquier situación imprevista, mecanismos de reparación y puesta a punto de máquinas y robots. Y tenían para ello un período de tiempo igual al que existió entre la Declaración de la Independencia y el primer aterrizaje en la luna.

Aunque la tarea parecía casi imposible, era tan sugestiva que casi toda la Humanidad se unió para conseguirlo. Era un objetivo a largo plazo, el último objetivo a largo plazo, que podía dar algún sentido a la vida, incluso después de la destrucción de la Tierra.

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