Al día siguiente llamó a Nicholas y le pidió que fuera a verla. Él llegó por la tarde, una vez concluida la reunión del día, todavía vestido con su uniforme de guerrero espacial, con las botas negras y altas.
Le entregó la carpeta. Él se sentó y la leyó. Cuando terminó de leer, miró las dos imágenes. Finalmente levantó la vista. Su rostro parecía una máscara.
—¿De dónde has sacado esto? —Ella nunca le había oído hablar en aquel tono. Un tono glacial.
—Me la dio el capitán Mclntosh. Me dijo que te la entregara.
—¿Por qué? ¿Qué se supone que debo hacer?
—Nada. Pensó que podía interesarte la información sobre tu familia.
—¿Porqué?
—Por Dios, Nick, es tu familia.
Él juntó las páginas y las enderezó de modo tal que todos los bordes quedaran a la misma altura; luego colocó las imágenes encima y cerró la carpeta. Cada movimiento era preciso y airado.
—No sé qué esperáis que haga —dijo en voz baja—. ¿Que me eche a llorar y diga que haré cualquier cosa, sólo por ver a mi madre y a mi padre antes de que mueran? ¿Que diga que tengo que ver a esa sobrina que, evidentemente, lleva ese nombre por mí, si es que existe, si no es una invención del servicio de información?
»Estoy aquí. Nunca volveré a casa. He tomado partido. No puedo ser comprado ni atemorizado, ni seducido ni estafado. No hay trato, absolutamente ningún trato que pueda hacerse conmigo.
»Ahora bien. ¿Por qué el capitán Mclntosh quería que viera esta carpeta?
Anna estaba al borde de las lágrimas.
—Nick, no lo sé.
Él suspiró y se reclinó en la silla.
—Tal vez tú no lo sepas. Anna, esta gente es odiosa. No permitas que te usen. Nunca aprenderán. Nunca mejorarán. Siguen persiguiendo sus propósitos. Siguen pensando que sus propósitos son lo único que importa. No estoy seguro de qué es lo que importa en la historia; pero los propósitos de los espías son triviales e insustanciales, maliciosos y nefastos. No te mezcles con ellos. —Se puso de pie y cogió la carpeta—. Dale las gracias al capitán Mclntosh por la información. No voy a pedirte que le digas que se vaya a la mierda. Debería darle esa respuesta personalmente.
Se fue y ella se echó a llorar.
XIV
Esperé hasta la noche para hablar con Gwarha. Una de nuestras reglas era que en público y durante las horas de trabajo yo tenía que comportarme más o menos como un oficial y un caballero. Sabía que quería estar furioso. Me habría gustado pasearme de un lado a otro y gritar. De modo que esperé hasta que él regresó a casa y le llevé la carpeta.
La leyó y colocó las dos imágenes en la mesa, ante él. Las miró y luego me observó a mí.
—Me resulta difícil ver los parecidos entre los humanos. Pero creo que se parecen a ti, sobre todo la hermana y su hija.
—Están intentando quebrarme. Intentaron secuestrarme. Ahora intentan apelar a cualquier cosa. A la lealtad familiar. ¿Sabes qué pensaría Lugala Tsu de esto?
—Él es un estúpido malintencionado. Su opinión no puede ser modificada por los hechos ni por la razón, de modo que no tiene sentido preocuparse por lo que opina. Lo importante es esto. —Miró la imagen de Beatrice y Nicole—. Tienes una descendiente, y la mejor posible. La hija de una hermana. De una hermana de tu sangre. —Creí percibir tristeza en su voz. Gwarha es el único hijo vivo que le queda a su madre. Sus parientes más cercanos en la siguiente generación serán los hijos de sus primas mujeres. Sus propios hijos (y está seguro de que los tiene) no contarán, por supuesto. Pertenecerán al linaje de sus respectivas madres—. ¿Le pusieron ese nombre por ti?
—¿Nicole? Supongo. Si existe. Gwar, quiero que tu gente de seguridad examine las imágenes y diga si puede determinar si han sido alteradas o falsificadas.
—¿Los humanos mentirían acerca de algo tan importante?
—Sí. Que yo sepa, toda mi familia está muerta. No tengo por qué creer nada de esto.
—Los de tu especie son despreciables. Diré a mi gente que haga lo que pueda. Pero no estoy seguro de que puedan descubrir un engaño —tocó la imagen de Beatrice y Nicole—. ¿Realmente crees que mentirían con respecto a esto?
Asentí.
Emitió un pequeño gruñido de disgusto y guardó las imágenes en la carpeta.
Me senté.
—Si alguna vez salimos de esto, quiero que volvamos a tu hogar. Quiero estar al aire libre. —Estiré las piernas—. Tal vez un viaje por las montañas. Mucho ejercicio, tanto sexo como sea posible, y no pensar en nada. ¡Jesús! Estoy cansado de pensar.
—Entonces no lo hagas. Yo me ocuparé del problema de Lugala Tsu. Deja de lado las maquinaciones de los humanos. Obedece las órdenes y haz tu trabajo. Ésa siempre es una alternativa, Nicky. Tú no necesitas conspirar. No tienes que manipular. No tienes que dedicarte a juegos estúpidos.
—¡Por la Diosa, eso parece tentador!
—Entonces actúa, o mejor dicho, no actúes. Quédate quieto y deja que los acontecimientos se sucedan por su cuenta. Si hay que hacer algo importante, se hará sin necesidad de que tú intervengas.
El zen y el arte de vivir entre extraños de pelaje gris. [?]
Del diario de Sanders Nicholas, etc.
XV