Habíamos trepado por las ruinas y Gwarha me había hablado del constructor de la fortaleza, un antepasado suyo, un hombre resuelto y sumamente cruel. En sus tiempos, el linaje de Ettin había doblado con creces su tamaño. Otros dos linajes habían sido destruidos, sus hombres asesinados, sus mujeres y niños incorporados. Nada podía detener al antepasado, salvo una palabra de su madre o de su hermana mayor. Era un hijo y hermano devoto. Las mujeres de su familia eran políticas famosas. Lo que no podía hacer con la espada, podía hacerlo con el lenguaje. ¡Qué combinación!, decía Gwarha.
Era un día cálido de finales de la primavera. Las ruinas estaban secas y llenas de polvo. Finalmente nos marchamos y bajamos hasta el arroyo que corría más abajo de la fortaleza, envuelto en las sombras que proyectaban los árboles de color rojo cobrizo. Bebimos. Después Gwarha se quitó la ropa y nadó.
Decidí no intentarlo. El arroyo bajaba de las montañas y para mí era demasiado frío. El chapoteó y corrió de un lado a otro como un niño, buscando las cosas que suelen encontrarse en un arroyo: piedras, peces y animales con demasiadas patas. El pez huyó asustado, por supuesto, pero Gwarha, logró encontrar un bicho largo, chato y segmentado, con un par de patas en cada segmento. ¡Eh, Nicky, mira esto! ¿No es fantástico?
Se retorció en su mano. En un extremo tenía mandíbulas, o tal vez tenazas. En el otro, dos antenas largas y estrechas que se agitaron en el aire.
Muy bonito, le respondí. La criatura se agitó un poco más y él la soltó.
Después decidió que sería divertido empujarme al agua. No logró hacerlo, pero de todos modos quedé bastante mojado. Subimos hasta el patio de la fortaleza. Extendí mi ropa para que se secara e hicimos el amor. Gwarha se quedó dormido. Yo me quedé tendido al sol, con su pelo aún húmedo contra mi cuerpo.
Tuve la impresión de que me había llevado allí con algún propósito. Incluso de que había planeado hacer el amor. Era una exhibición para su antepasado. «Mira dónde he estado, viejo. En sitios que ni siquiera imaginas. Mira lo que he capturado y traído a casa.»
Me deslicé en un duermevela del que surgió uno de esos sueños vividos y casi racionales. Había alguien en el patio. Me puse de rodillas. Gwarha estaba tendido a mi lado, dormido.
Delante de mí había un
Y tenía una daga, con la hoja descubierta y que brillaba a la luz oblicua del atardecer.
El antepasado, por supuesto. Era una versión exagerada de la complexión física característica de Ettin: bajo y muy corpulento, de brazos y piernas gruesos. Una cresta de pelo oscuro se elevaba sobre la parte superior de su cabeza descubierta. Su rostro era ancho, chato y horrible.
Gwarha se incorporó y pareció asustado.
—¿Qué te ocurre, muchacho? —preguntó el antepasado. Hablaba en la lengua de Ettin; yo la conocía, pero apenas logré entenderlo.
»Si quieres joder con un enemigo, perfecto. Pero no vas a dormir con él. Así tendrías que haber terminado.
Me cogió del pelo y me echó la cabeza hacia atrás. Después me cortó el cuello.
Me desperté. Tuve suerte. Si hubiera seguido durmiendo, habría cogido una insolación. Gwarha seguía dormido; sólo se había despertado en mi sueño. Me levanté y toqué mi ropa. No había terminado de secarse. Me agaché a la sombra, junto a la pared, con la espalda contra la piedra caliente y rugosa, y esperé hasta que él se volvió, gruñó y se incorporó. Aún estaba nervioso, como si el anciano anduviera cerca, blandiendo su cuchillo.
Aquello había ocurrido hacía varios años; pero no me sentí cómodo mirando la pared. El liquen —el rojo— tenía el color de la sangre seca. Sólo la Diosa sabía por qué Gwarha había decidido colocar esa escena en el extremo de su sala de estar. Toqueteé el proyector hasta que encontré algo que me gustaba más: cabrillas sobre el Round Lake de Ettin. Sobre las aguas encrespadas se deslizaba una embarcación de velamen rojo.
Me senté a mirar. La embarcación era una barca de recreo, estrecha y rápida. Escoró, empujada por el viento que inflaba sus enormes velas rojas.
Al cabo de un rato, Gwarha entró y se quedó de pie detrás de mí. Acababa de salir de la ducha. Percibí el olor de su pelo húmedo y del jabón aromático.
—No te gustaba la fortaleza.
—No.
Me tocó el hombro con la mano.
—Después de que me contaras el sueño, fui a ver a una adivina. ¿Nunca te lo había contado? Me dijo que había enfurecido al viejo. Celebré algunas ceremonias. No me gustaría mantener una disputa con él.
»La adivina me dijo otra cosa. —La mano se movió entre mi pelo—. Existe una brecha entre el mundo del viejo y el mío, una brecha que no puede salvarse. Intenté hablarle, llamarlo desde el otro lado del vacío. Deja que los viejos sigan muertos, me dijo ella. Su estilo de vida ya no existe.