Tras estas medidas, la oleada de brujería pareció remitir. En las conversaciones comenzaron de nuevo a abrirse paso las preocupaciones habituales que habían sido relegadas momentáneamente a causa de los extraños sucesos. Se restablecía una suerte de seguridad y de tranquilidad. Pero fue algo pasajero. Los embrujos volvieron a desatarse justo cuando parecía que estaban desapareciendo y esta vez con un ímpetu sin precedentes. La señal partió de un tonel de queso, cerrado y sellado, que estalló una noche con estrépito aterrador en la casa del viejo artillero Avdo Babaramo. Con el recrudecimiento de los maleficios, apareció pegado en numerosos puntos un bando del ayuntamiento que llamaba al pueblo a la colaboración en la captura de los culpables. Pero tampoco esto resultó. Los encantamientos proseguían. A la mujer de Aqif Kaxahu alguien le sonrió una noche desde la buhardilla de su propia casa, haciéndole señales con la mano, como diciendo «ven, ven». Después del estallido del tonel de queso, decían que el hijo mayor de Avdo Babaramo tenía problemas con su mujer. Pero fue el tercer encantamiento, que recayó sobre doña Pino, el que causó mayor revuelo. No se trataba de nada extraordinario; por el contrario, otra vez la ceniza esparcida, esta vez humedecida con vinagre. Pero la bulla que organizamos los chavales al verla fuera de sí tras descubrir el embrujo llamó la atención de una patrulla militar italiana que pasaba por la calle. Al parecer, la patrulla informó a la guarnición del revuelo incomprensible que estaba teniendo lugar y un cuarto de hora más tarde entraban apresuradamente en el patio de doña Pino cuatro ingenieros italianos provistos de herramientas y aparatos para detectar minas. Vieron nuestros ojos aterrados, vieron también a doña Pino golpeándose las mejillas y, sin esperar más o pedir mayores explicaciones, iniciaron la búsqueda en el lugar al que nosotros dirigíamos los ojos.
– Diablos -repetía uno-. El aparato no registra nada.
Por fin se marcharon irritados. Mientras se alejaban, uno de ellos gritó a grandes voces:
–
El insulto iba dirigido a doña Pino.
Cada día, al aproximarse la noche, bullían en nuestros cerebros las especulaciones sobre la brujería. Era de imaginar que mientras la noche lo cubría todo, comenzando por las torres de la fortaleza y la prisión hasta llegar a la ribera del río, en algún lugar, bajo soportales abandonados, manos desconocidas juntaban uñas, cabellos, restos de hogar y otros objetos de poder maléfico y los envolvían en trapos murmurando palabras escalofriantes de múltiples sentidos.
La ciudad, grande y ceñuda, después de haber despreciado lluvia, granizadas, truenos y arcos iris, se devoraba a sí misma. La extensión de los aleros, la deformación de las calles, la posición de las chimeneas, todo mostraba su contrariedad.
«La ciudad está enfebrecida». Era la segunda vez que oía esta expresión. No encontraba modo de comprender cómo puede enfermar una ciudad. En el patio de Mane Voco, Ilir y yo escuchábamos a Javer e Isa mientras hablaban de la cuestión de los encantamientos. Repitieron varias veces las palabras «misticismo» y «psicosis colectiva». Después Isa le preguntó a Javer.
– ¿Has leído a Jung?
– No, ni tengo intención de hacerlo.
– Yo lo he encontrado por casualidad. Habla precisamente de esto.
– ¿Para qué quiero yo a Jung? -dijo Javer-. Aquí todo está claro. A la reacción le interesan estas psicosis, pues desvían la atención de la gente de los problemas reales. Mira lo que dicen en el periódico: «La brujería forma parte, en cierto modo, del patrimonio folklórico de un pueblo».
– Teorías fascistas -respondió Isa.
El otro tiró el periódico.
– Estos bárbaros con la cabeza de serrín están dispuestos incluso a revivir las costumbres medievales con tal de que le sean útiles a Mussolini.
Hacía dos semanas que Javer había sido expulsado del colegio por participar en una paliza propinada a un profesor de italiano. Ahora trabajaba en la fábrica de curtidos de Mak Karllashe.
Cogió un papel y escribió con su letra inclinada: «Dejaos de brujerías. Tenemos otros problemas».
– No está mal -dijo Isa limpiándose las gafas-, pero quedaría mejor si lo explicáramos un poco más científicamente.
Javer se enfadó. Poco después se reconciliaron y se dieron cuenta de que los escuchábamos.
– ¡Eh, buscadores de encantamientos! -dijo Javer- ¿Os enteráis?
Verdaderamente, nosotros, al igual que la mayoría de los chicos del barrio, éramos buscadores de encantamientos. Los habíamos buscado durante días enteros por todas partes: bajo los umbrales de las casas, en las alacenas, bajo los tejados y alrededor de los hogares. Las huellas de nuestras pesquisas se tornaban especialmente claras cuando llovía y los techos, cuyas tejas habíamos desplazado, goteaban en distintos puntos a un tiempo. Habíamos buscado muy en particular alrededor de la casa de Nazo y ello en honor de su bella y joven nuera.