No obstante, no habíamos conseguido encontrar nada y nunca hubiéramos imaginado que precisamente entonces, cuando veíamos definitivamente frustradas nuestras esperanzas, la suerte iba a sonreímos.
Sucedió un día de sol en el Callejón de los Locos. No habríamos cambiado aquella callejuela retorcida y fea por el más grande bulevar del mundo, pues ningún bulevar del mundo hubiera sido tan generoso como para permitirnos levantar sus piedras y sus losas y hacer con ellas lo que quisiéramos en pleno día. El Callejón de los Locos sí nos lo consentía.
Ese día estábamos jugando con las piedras cuando de pronto uno de nosotros gritó horrorizado:
– ¡Brujería!
Corrimos todos hacia él y nos detuvimos petrificados a su alrededor. Nuestro compañero estaba pálido como la cera y señalaba con el dedo hacia el suelo. Allí, entre las piedras, estaba el encantamiento, grande como un puño. Nos miramos unos a otros con ojos asustados y las palabras se nos atascaron en la garganta. (Más tarde, Xexo me explicó que el hechizo había aprisionado nuestras palabras.) Pero a continuación, inesperadamente, nos invadió un valor alocado, tal como sucede a veces en los sueños, cuando te encuentras en un camino solitario, en la penumbra, y el corazón te comienza a latir aceleradamente a causa del miedo, pues sientes una amenaza inminente en ese camino deforme y esperas que de un momento a otro aparezca el mal; pero el mal tarda y tú continúas esperando mientras el miedo crece ante algo qne ves agitarse un poco más allá, una sombra, un rostro en tinieblas que se aproxima, y se te doblan las rodillas, pierdes el habla, te derrumbas entero; pero, de pronto, en el último instante, te invade una furia demente, tus miembros se liberan, tu voz regresa atronadora y, aullando, te arrojas sobre la sombra perversa para destrozarla… y te despiertas.
Exactamente así nos sucedió a nosotros.
– ¡Brujería! -aulló de pronto Ilir con toda la voz que le cabía en el pecho y se abalanzó sobre el objeto, lo cogió con la mano y lo alzó sobre su cabeza.
– Brujería, brujería -aullamos también los demás y, sin comprender la causa, nos lanzamos a todo correr callejón abajo. Ilir iba el primero y todos los demás aullábamos, gritábamos, gemíamos de gozo, miedo y terror a la vez. Los postigos de las ventanas comenzaron a abrirse con estrépito uno tras otro y las mujeres y las viejas asomaban asustadas las cabezas y preguntaban:
– ¿Qué es lo que pasa?
– Brujería, brujería -aullábamos nosotros, corriendo enajenados arriba y abajo por el barrio, con gritos y aspavientos.
Doña Pino se asomó a la ventana persignándose; la hermosa nuera de Nazo sonrió con sus grandes ojos. Mane Voco sacó el largo cañón de la espingarda por el ventanuco de la buhardilla, mientras que Isa sonrió con sus gafas grandes como dos soles.
– Ilir -gritaba la mujer de Mane Voco, golpeándose el rostro y tratando de seguirnos-, Ilir, pobrecito mío, tira eso, ¡tíralo!
Pero Ilir no la escuchaba. Tenía los ojos desorbitados, lo mismo que los demás y corría seguido por todos nosotros.
– Brujería, brujería.
Nuestras madres nos llamaban desde las ventanas, desde las puertas, por encima de las tapias. Se golpeaban las mejillas, nos amenazaban, gemían, pero nosotros seguíamos corriendo y no soltábamos aquel paquete maléfico. Nos parecía que en aquel atadijo de trapos asquerosos llevábamos la angustia de la ciudad.
Finalmente nos cansamos. Nos detuvimos en la plaza de Zaman, sudorosos, cubiertos de polvo, casi sin aliento, a punto de reventar con aquel enorme regocijo.
– ¿Qué hacemos ahora? -dijo uno.
– Vamos a quemarlo. ¿Tiene alguien cerillas?
En efecto, alguien tenía.
Ilir prendió fuego al paquete y lo tiró al suelo. Mientras ardía, comenzamos a gritar otra vez; después nos desabrochamos las braguetas y nos pusimos a orinar sobre él chillando y salpicándonos unos a otros de puro contento.