A pesar de todo esto, era el buen señor una persona amable y bondadosa; y, cuando olvidaba sus desdichas y sus filosofías era un divertido compañero. Me gustaba oír a este desheredado de la fortuna, sobre todo relatando sus aventuras de campaña. Ahora bien, en la serie de mis visitas a este respetable inválido me enteré de cosas muy curiosas relativas a otro viejo militar, comandante de la fortaleza, quien, al parecer, había tenido igual fortuna en la guerra que la suya. Todos esos relatos los he completado y ampliado con el resultado de mis indagaciones entre los viejos habitantes de la fortaleza, y en particular con las noticias que me suministró el padre de Mateo Jiménez, de cuyas tradicionales historias es su héroe favorito el personaje que voy a presentar a mis lectores.
Leyenda del Gobernador y el Escribano
En tiempos que pasaron fue gobernador de la Alhambra un anciano y valeroso caballero, el cual, por haber perdido un brazo en la guerra era comúnmente conocido con el nombre de El gobernador manco. Mostrábase por todo extremo orgulloso de ser un veterano; con sus largos bigotes que le llegaban a los ojos, sus botas de montar y una espada toledana tan larga como una pica, llevando siempre el pañuelo dentro de la cazoleta de su empuñadura.
Sucedía, pues, que era excesivamente celoso y rígidamente severo y escrupuloso en conservar todos sus fueros y privilegios. Bajo su gobierno se habían de cumplir al pie de la letra todas las inmunidades de la Alhambra como Sitio Real; no se le permitía a nadie entrar en la fortaleza con armas de fuego, ni aun con espada o bastón, a menos de ser personaje de cierta categoría; y se obligaba a los jinetes a desmontarse en la puerta y a llevar el caballo por la brida. Como la colina de la Alhambra se eleva en forma de protuberancia en medio del suelo de Granada, era por demás enojoso para el capitán general que mandaba en la provincia tener un imperium in imperio, un pequeño Estado independiente en el centro de sus dominios, situación que se hacía entonces más intolerable, así por la rigidez del viejo gobernador que llevaba a sangre y a fuego la más mínima cuestión de autoridad o de jurisdicción, como por la traza maleante y levantisca de la gente que poco a poco se iba subiendo a vivir en la fortaleza, tomándola como lugar de asilo, y desde donde ejercitaban el robo y el pillaje a expensas de los honrados habitantes de la ciudad.
En tal estado de cosas era consiguiente que vivieran en una perpetua enemistad y querella continua el capitán general y el gobernador, mucho más extremadas por parte de este último, por aquello de que la más humilde y pequeña de dos potestades vecinas es siempre la más celosa de su dignidad. El majestuoso palacio del capitán general hallábase situado en la plaza Nueva, al pie de la colina de la Alhambra; en él pululaba a todas horas una gran multitud de gente: los destacamentos que hacían la guardia, la servidumbre y los funcionarios de la ciudad. Un baluarte saliente de la fortaleza de la Alhambra dominaba el palacio y la antedicha plaza pública, frente por frente de ella; y allí era donde el manco gobernador acostumbraba pasearse con su espada toledana colgada al cinto y mirando abajo a su rival, como el halcón que espía a su presa desde la alta copa del árbol secular.
Cuando bajaba nuestro gobernador a la ciudad bajaba siempre de gran parada a caballo, rodeado de sus guardias, o en su coche de ceremonia, antiguo y pesado armatoste español de madera tallada y cuero dorado, tirado por ocho mulas y escoltado por caballerizos y lacayos; entonces el buen viejo se lisonjeaba de la impresión de temor y admiración que causaba en los espectadores por su calidad de vicerregente del rey, aunque los zumbones de Granada, y en particular los que frecuentaban el palacio del capitán general, se burlaban de su ridículo boato en miniatura y llamaban al pobre gobernador «El rey de los mendigos», aludiendo a la traza harapienta y mísera de sus vasallos.
Motivo perenne de discordia entre ambas autoridades era el derecho que creía tener el gobernador a que le dejasen pasar libres de portazgo las provisiones para su guarnición; como que poco a poco dio lugar este privilegio a que se ejercitase un contrabando escandaloso y a que una partida de contrabandistas asentara sus reales en las viviendas de la fortaleza y en las numerosas cuevas de sus alrededores, haciendo negocios en alta escala, en confabulación y connivencia con los soldados de la guarnición.