Despertose al fin la vigilancia del capitán general, el cual consultó con su factótum, que era un astuto y enredador escribano que gozaba en aprovechar cuantas ocasiones se le ofrecían para molestar al viejo gobernador de la Alhambra y envolverlo en enredosos litigios judiciales. Aconsejó, pues, al capitán general que insistiese en su derecho de registrar los convoyes que pasaran por las puertas de la ciudad, y le redactó un largo documento vindicando su derecho. El gobernador manco era uno de esos veteranos que no entienden de razones ni de leyes, y que aborrecía a los escribanos más que al mismo diablo, y al tal escribano de marras más que a todos los escribanos del mundo juntos.
-¡Hola! -decía el hombre retorciéndose fieramente el mostacho-. Conque, ¿el señor capitán general se vale del escribanito para ponerme a mí en aprietos? ¡Pues yo le haré ver que un soldado viejo no se deja arrollar por un curial!
Cogió, pues, la pluma, y emborronó una breve carta, en la cual, sin dignarse entrar en razones, insistía en su derecho de libre tránsito; conminando con que no quedaría impune cualquier aduanero que pusiese su insolente mano en un convoy protegido por el pabellón de la Alhambra.
Mientras se agitaban estas cuestiones entre las dos testarudas autoridades sucedió que llegó cierto día una mula cargada de víveres para la fortaleza al Puente de Genil, por el cual tenía que pasar y atravesar luego en su camino un barrio de la ciudad en dirección hacia la Alhambra. Iba guiando el convoy un malhumorado cabo, ya viejo, que había servido mucho tiempo a las órdenes del gobernador, y era su álter ego en la manera de pensar, y duro también y fuerte como una hoja toledana. Al llegar junto a las puertas de la ciudad puso al cabo el pabellón de la Alhambra sobre la carga de la mula, y, tomando un aire marcial, avanzó adelante con la cabeza erguida, pero con el ojo avizor y atento, como perro que pasa por un campo enemigo, alerta y dispuesto a ladrar o a dar un mordisco.
-¿Quién vive? -dijo el centinela portazguero.
-Soldados de la Alhambra -contestó el cabo sin volver la cabeza.
-¿Qué lleváis ahí?
-Provisiones para la guarnición.
-Adelante.
Pasó el cabo ufano seguido de su convoy; pero no bien habían andado algunos pasos cuando varios aduaneros se arrojaron sobre él desde el puente.
-¡Alto ahí! -gritó el jefe-. Para, mulatero, y abre esos fardos.
-¡Respetad el pabellón de la Alhambra! Estos objetos son para el gobernador.
-¡Un cuerno para el gobernador y otro para su pabellón! ¡Mulatero, te hemos dicho que pares!
-¡Detened el convoy si os atrevéis! -gritó el cabo preparando la carabina-. ¡Adelante, mulatero!
Éste dio un fuerte varazo a la acémila, pero el jefe se adelantó y la cogió por el ronzal. Entonces le apuntó el cabo con la carabina, disparándola de muerte.
Al instante se alborotó la calle. Hicieron prisionero al viejo cabo, y, después de sufrir una trilla de puntapiés, bofetadas y palos -introducción que propina impromptu el populacho español como primicias anticipadas a los rigores de la ley-, fue cargado de cadenas y encarcelado en la ciudad, en tanto que se les permitió a sus camaradas el proseguir con el convoy hasta la Alhambra, después de haber sido registrado a su sabor.
El viejo gobernador se puso dado a los diablos cuando supo el insulto inferido a su pabellón y la prisión de su cabo. Por algún tiempo desfogó meramente su mal humor paseándose por los moriscos salones o arrojando sangrientas miradas de fuego desde su baluarte al palacio del capitán general. Mas luego se calmó del primer arrebato de cólera, envió un mensajero pidiendo la entrega del cabo, alegando que sólo a él le pertenecía de derecho el juzgar y entender de los delitos cometidos por sus súbditos. El capitán general, auxiliado del socarrón del escribano, le arguyó, después de mucho tiempo, que, como delito cometido dentro del recinto de la ciudad y en la persona de uno de sus empleados civiles, no ofrecía duda que competía a su jurisdicción. Replicó el gobernador repitiendo su demanda, y volviole a contestar el capitán general con un alegato mucho más extenso, y razonando siempre con fundamentos legales. Enfurecíase el gobernador más y más, mostrándose más rígido y obstinado en su petición; en tanto que el capitán general se manifestaba cada vez más prolijo y sereno en sus respuestas; con lo que el veterano, que tenía el corazón de un león, bramaba de furia al verse enredado en las mallas de una controversia curialesca.
En tanto que el sutil escribano se divertía de este modo a expensas del gobernador, seguía con actividad el sumario del cabo, el cual se hallaba encerrado en un estrecho calabozo de la cárcel, sin tener más que una ventanilla enverjada por donde asomaba su curtido rostro y por donde recibía los consuelos de sus amigos.