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Sin embargo, prefería formarme yo mismo historias conjeturales, y de este modo me distraía sentado horas enteras, deduciendo de incidentes casuales e indicaciones que pasaban ante mis ojos un completo tejido de proyectos, intrigas y ocupaciones de los afamados mortales de debajo. Difícilmente había lindo rostro o gentil figura que yo viera más de un día, acerca de la cual no formase poco a poco alguna historia dramática; hasta que alguno de los personajes hacía de pronto algo en directa oposición con el papel que le había yo asignado y me desconcertaba todo el drama. Uno de estos días en que me hallaba mirando con mi anteojo las calles del Albaicín vi la procesión de una novicia que iba a tomar el hábito, y noté varias circunstancias que me despertaron una gran simpatía por la suerte de la tierna joven que iba a ser enterrada viva en una tumba. Me cercioré a mi satisfacción de que era hermosa, y que, a juzgar por la palidez de sus mejillas, era una víctima más bien que profesa voluntaria. Estaba adornada con vestidos de novia y ceñida la cabeza con una guirnalda de flores, pero evidentemente se resistía de su desposorio espiritual y se apartaba con dolor de sus amores terrenales. Un hombre alto y de fruncido ceño iba junto a la novicia en la procesión; era sin duda el tiránico padre, que por fanatismo o sórdida avaricia la había compelido a este sacrificio. En medio de la multitud había un joven moreno y de buen aspecto, que parecía dirigirle miradas de desesperación. Éste debía ser, sin duda alguna, el secreto amante de quien le separaban para siempre. Mi indignación creció de punto cuando noté la maligna expresión pintada en los semblantes de los frailes y monjas que la acompañaban. La procesión llegó a la iglesia del convento; el sol derramaba sus pálidos reflejos por vez postrera sobre la guirnalda de la pobre novicia, la cual cruzó el fatal atrio, desapareciendo dentro del edificio. La multitud entró detrás del estandarte, la cruz y el coro; pero el amante se detuvo un momento en la puerta. Adiviné el tropel de ideas que le asaltaron; pero se dominó al cabo y entró. Pasó un largo intervalo, durante el cual me imaginé lo que pasaba dentro: la pobre novicia fue despojada de sus transitorias galas y vestida con los hábitos conventuales; la guirnalda de novia arrancada de su frente, y su hermosa cabeza despojada de sus largas y sedosas trenzas; la oí murmurar el irrevocable voto; la vi tendida en el féretro cubierta con el paño mortuorio; vi hacer sus funerales, que la proclamaban muerta para el mundo, y sentí ahogarse sus sollozos con el grave sonido del órgano y con el plañidero Requiem de las monjas; todo lo cual presenció el padre sin conmoverse y sin derramar una sola lágrima. El amante..., ¡no!, mi imaginación no quiso figurarse la agonía del desdichado amante; aquí la pintura quedó desvanecida.

Al poco tiempo la multitud salía otra vez, dispersándose en todas direcciones para gozar de los rayos del sol y mezclarse en las bulliciosas escenas de la vida; pero la víctima, la de la guirnalda de novia, no estaba ya allí. La puerta del convento que la separaba del mundo se le había cerrado para siempre.

Vi al padre y al amante que se retiraban sosteniendo una animada conversación. Este último hablaba acaloradamente, y estuve esperando de un momento a otro algún fin desagradable del drama; pero un ángulo del edificio se interpuso, y terminó la escena. Desde entonces volvía los ojos frecuentemente hacia aquel convento con cierto penoso interés, y noté a deshora de la noche una solitaria luz que fulguraba en la apartada celosía de una de sus torres. Allí -me dije- la desdichada monja estará sentada en su celda, llorando, en tanto que, quizá, su amante paseará la calle contigua entregado a un horrible tormento.

El oficioso Mateo interrumpió mis meditaciones y destruyó en un segundo la tela de araña tejida en mi fantasía. Con su celo acostumbrado, había reunido todos los datos concernientes a este episodio, echando por tierra mis ficciones. La heroína de mi novela no era joven, ni hermosa, ni mucho menos tenía amante; había entrado en el convento por su voluntad, buscando un asilo responsable, y era una de las más felices que había dentro de sus paredes.

Pasó largo tiempo para que yo pudiera perdonar a la monja el chasco que me había dado, viviendo perfectamente dichosa en su celda, en contradicción con todas las reglas de la novela.

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