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Continuó trabajando poco y rezando mucho, y guardando los días de los Santos y festivos de año en año, mientras su familia, flaca, desharrapada y consumida de miseria, parecía una horda de gitanos. Hallábase cierta noche sentado en la puerta de su casucho cuando he aquí que se le acerca un rico viejo avariento, muy conocido por ser propietario de numerosas fincas y por sus mezquindades como arrendatario. El acaudalado propietario quedose mirando fijamente a nuestro alarife por un breve rato y, frunciendo el entrecejo, le dijo:

-Me han asegurado, amigo, que te abruma la pobreza.

-No hay por qué negarlo, señor, pues bien claro se trasluce.

-Creo, entonces, que te convendrá hacerme un chapucillo, y que me trabajarás barato.

-Más barato, mi amo, que cualquier albañil de Granada.

-Pues eso es lo que yo deseo; poseo una casucha vieja que se está cayendo, y que más me cuesta que me renta, pues a cada momento tengo que repararla, y luego nadie quiere vivirla; por lo cual me propongo remendarla del modo más económico y lo meramente preciso para que no se venga abajo.

Llevó, en efecto, al albañil a un caserón viejo y solitario que parecía iba a derrumbarse. Después de atravesar varios salones y habitaciones desiertas, entró nuestro albañil en un patio interior, donde vio una vieja fuente morisca, en cuyo sitio detúvose un momento, pues le vino a la memoria un como recuerdo vago del mismo.

-Perdone usted, señor. ¿Quién habitó esta casa antiguamente?

-¡Malos diablos se lo lleven! -contestó el propietario-. Un viejo y miserable clerizonte, que no se cuidaba de nadie más qué de sí mismo. Se decía que era inmensamente rico, y, no teniendo parientes, se creyó que dejaría toda su fortuna a la Iglesia. Murió de repente, y los curas y frailes vinieron en masa a tomar posesión de sus riquezas, pero no encontraron más que unos cuantos ducados en una bolsa de cuero. Desde su fallecimiento me ha cabido la suerte más mala del mundo, pues el viejo continúa habitando mi casa sin pagar renta, y no hay medio de aplicarle la ley a un difunto. La gente afirma que se oyen todas las noches sonidos de monedas en el cuarto donde dormía el viejo clérigo, como si estuviera contando su dinero, y, algunas veces, gemidos y lamentos por el patio. Sean verdad o mentira estas habladurías, lo cierto es que ha tomado mala fama mi casa, y que no hay nadie que quiera vivirla.

-Entonces -dijo el albañil resueltamente- déjeme usted vivir en su casa hasta que se presente algún inquilino mejor, y yo me comprometo a repararla y a calmar al conturbado espíritu que la inquieta. Soy buen cristiano y pobre; y no me da miedo del mismo diablo en persona, aunque se me presentara en la forma de un saco relleno de oro.

La oferta del honrado albañil fue aceptada alegremente; se trasladó con su familia a la casa y cumplió todos sus compromisos. Poco a poco la volvió a su antiguo estado, y no se oyó más de noche el sonido del oro en el cuarto del cura difunto; pero principió a oírse de día en el bolsillo del albañil vivo. En una palabra: que se enriqueció rápidamente, con gran admiración de todos sus vecinos, llegando a ser uno de los hombres más poderosos de Granada; que dio grandes sumas a la Iglesia, sin duda para tranquilizar su conciencia, y que nunca reveló a su hijo y heredero el secreto de la bóveda hasta que estuvo en su lecho de muerte.


Un paseo por las colinas

A la caída de la tarde, en cuyas horas el calor es menos intenso, recreábame con frecuencia dando largos paseos alrededor de los vecinos cerros y profundos y umbrosos valles, acompañado de mi historiógrafo escudero Mateo, al cual daba amplio permiso para que charlase cuanto quisiese; con lo que apenas había roca, ruina, rota fuente o solitario valle acerca del cual no me refiriese alguna historia maravillosa; y, sobre todo, algún peregrino cuento de tesoros, pues nunca hubo un pobre diablo tan espléndido en prodigar tesoros escondidos.

Una noche en la que dábamos uno de esos largos paseos de costumbre manifestose Mateo más comunicativo que de ordinario. Cerca de la puesta del sol habíamos salido por la gran Puerta de la Justicia y subíamos por lo alto de una alameda, cuando de pronto se paró Mateo delante de un grupo de higueras y granados, al pie de un enorme torreón ruinoso llamado La Torre de los Siete Siglos, y, señalándome una bóveda subterránea debajo de los cimientos de la torre, me dijo que allí se ocultaba un monstruoso vestigio o fantasma que, según se decía, habitaba en aquella torre desde el tiempo de los moros, y que guardaba los tesoros de cierto monarca musulmán. Añadiome también que algunas veces salía a medianoche y recorría las alamedas de la Alhambra y las calles de Granada bajo la forma de un caballo descabezado perseguido por seis perros que lanzaban terribles ladridos y aullidos espantosos.

-¿Se lo ha encontrado usted alguna vez en sus excursiones? -le pregunté.

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