-No, señor, ¡a Dios gracias!; pero mi abuelo el sastre conoció muchas personas que lo vieron, pues entonces salía con más frecuencia que ahora, y ya bajo una forma, ya bajo otra. Todo el mundo en Granada ha oído hablar de El Velludo, y las viejas y las nodrizas asustan a los niños llamándolo cuando lloran. Se dice que es el alma en pena de un cruel rey moro que mató a sus seis hijos y los enterró bajo estas bóvedas; en venganza de lo cual éstos le persiguen todas las noches.
Me abstengo de ser prolijo en contar los maravillosos detalles que me dio el crédulo Mateo acerca de este terrible fantasma, que en tiempos pasados servía de tema favorito para los cuentos de viejos, y que pasó a la categoría de tradición popular en Granada, acerca de la cual un antiguo e ilustrado historiador, topógrafo de este sitio, ha hecho honrosa mención. Yo le haré presente tan sólo al lector que en esta torre está la puerta por donde el infortunado Boabdil salió a entregar su ciudad a los Católicos Monarcas.
Dejando este famoso baluarte, seguimos nuestro paseo, dando la vuelta a los frondosos jardines del Generalife, en los cuales dos o tres ruiseñores lanzaban al aire sus trinos melodiosos. Atravesando por estos jardines visitamos gran número de cisternas moriscas y una puerta cortada en el corazón de la roca, pero obstruída en la actualidad. Estos aljibes -según me informó mi cicerone- eran los baños favoritos suyos y de sus camaradas en la niñez, hasta que se asustaron con la historia de un horroroso moro que solía salir por la puerta abierta en la roca para atrapar a los incautos bañistas.
Dejando estos encantados aljibes detrás de nosotros, seguimos nuestra excursión por un solitario camino de herradura que va dando la vuelta a la colina, y nos encontramos al poco tiempo en unas tristes y melancólicas montañas desprovistas de árboles y salpicadas de escaso verdor. Todo lo que se veía estaba yermo y estéril, y parecía casi imposible concebir el que a corta distancia de donde nos encontrábamos estuviese el Generalife con sus floridos huertos y bellos jardines; que nos hallásemos en los contornos de la deliciosa Granada, la ciudad de la vegetación y de las fuentes. Tal es el clima de España; el desierto y el jardín encuéntranse siempre el uno al lado del otro.
El estrecho barranco por el cual pasábamos llamábase -al decir del buen Mateo- el Barranco de la Tinaja, porque allí se encontró en tiempos pasados una llena de monedas de oro morunas. En el cerebro del pobre Mateo no cabían más altos pensamientos que los de estas áureas leyendas.
-¿Qué significa aquella cruz que veo allí a lo lejos, sobre un montón de piedras, hacia la angostura del barranco?
-¡Ah! Eso no es nada: un arriero que asesinaron allí hace algunos años.
-Según eso, amigo mío, ¿hay ladrones y asesinos casi en las puertas de la Alhambra?
-Ahora no, señor; eso era antiguamente, cuando multitud de vagos merodeaban por los alrededores de la fortaleza, pero hoy se ha limpiado el terreno de esa mala gente. No digo yo que los gitanos moradores de las cuevas de las faldas de la colina, fuera de la fortaleza no sean capaces alguna vez de cualquier cosa; pero no hemos tenido ninguna muerte por aquí desde hace mucho tiempo. Al que asesinó al arriero lo ahorcaron en la fortaleza. Continuamos nuestro camino por el barranco arriba, dejando a la izquierda una altura pedregosa llamada la Silla del Moro, por la tradición ya citada de haber huido el infortunado Boabdil a aquel sitio durante una insurrección popular, y haberse estado muchos días sentado en la peñascosa meseta contemplando tristemente a su amotinada ciudad.
Llegamos, por último, a la parte más elevada de la montaña, donde se domina perfectamente a Granada, al Cerro del Sol. La noche se aproximaba; el sol poniente doraba los elevados picos de la montaña; aquí y acullá veíase algún solitario pastor que lentamente conducía su rebaño por las vertientes para encerrarlo en el establo durante la noche; o bien a algún arriero con sus cansadas bestias acelerando su caminata por la montaña, para llegar a las puertas de la ciudad antes del anochecer.
De pronto el grave sonido de la campana de la Catedral vino ondulando por los desfiladeros arriba, proclamando la hora de la Oración. El toque fue respondido por los campanarios de todas las iglesias y por los dulces esquilones de los conventos, que se oían desde la montaña. El pastor se paraba en la falda de la colina, el arriero en medio del camino, y, quitándose los sombreros, permanecían inmóviles un momento rezando la oración de la tarde. Hay cierta ternura y solemnidad en esta religiosa costumbre: a una señal melodiosa, todos los hombres del circuito de un país se unen en el mismo instante para tributar gracias a Dios por las mercedes del día. Parece que se esparce cierta momentánea santidad sobre la tierra, añadiendo el espectáculo del sol, al hundirse esplendorosamente en el horizonte, cierta majestuosa solemnidad a este cuadro.