En aquella ocasión el efecto resultaba más sorprendente por el agreste y solitario aspecto del sitio. Estábamos en una desnuda y escabrosa meseta del famoso Cerro del Sol, cuyos ruinosos aljibes y cisternas, junto con los desmoronados cimientos de extensos edificios, hablaban de la antigua población que allí se levantaba, ahora todo silencio y soledad.
Mientras vagábamos por entre los restos de los pasados siglos Mateo me señaló un agujero circular que parecía penetrar en el corazón de la montaña. Era, sin duda, una profunda cisterna, abierta por los infatigables moros para sacar y conservar su favorito elemento en el más perfecto estado de pureza. Mateo, sin embargo, me contó una historia de las suyas, según costumbre. Siguiendo su tradición, aquélla era la entrada a las subterráneas cavernas de la montaña en donde Boabdil y su corte estaban encantados, y desde donde salían a ciertas horas de la noche a visitar sus antiguas residencias.
El crepúsculo en este clima es de muy corta duración, y ya nos advertía que debíamos abandonar aquel suelo encantado. Cuando descendimos por las vertientes de las montañas ya no se veía ni arriero ni pastor, ni se oía otra cosa que nuestros propios pasos y el monótono chirrido del grillo. Las sombras del valle se hicieron cada vez más densas, hasta que todo se oscureció alrededor de nosotros. La elevada cumbre de Sierra Nevada conservaba solamente el vago resplandor de la luz del día; sus nevados picos brillaban sobre el azul del firmamento, y parecía que estaban junto a nosotros, por la extremada pureza de la atmósfera.
-¡Qué cerca se ve la Sierra esta tarde! -dijo Mateo-. ¡Parece que se puede tocar con la mano, y, sin embargo, está a algunas leguas de aquí!
Mientras pronunciaba estas palabras apareció una estrella sobre el nevado pico de la montaña, la única que se veía en el cielo, y tan pura, grande, brillante y hermosa, que hizo exclamar en un transporte de alegría al bueno de Mateo: «¡Qué clara y qué limpia es! ¡No puede haber otra más reluciente!»
He notado varias veces esta sensibilidad de la clase baja de España por los encantos de las cosas naturales. La lucidez de una estrella, la hermosura y fragancia de una flor, la cristalina corriente de una fuente, todo les inspira una especie de poética alegría; y entonces, ¡qué frases más hermosas dicen en su magnífico lenguaje para expresar sus transportes de alegría!
-¿Pero qué luces son aquéllas, Mateo, que veo brillar en la Sierra Nevada sobre los hielos, y que parecerían estrellas si no fueron rojas y no brillasen sobre la falda de la montaña?
-Aquéllas, señor, son las hogueras que encienden los neveros que abastecen de hielo a Granada. Suben a la Sierra todas las tardes con mulos y pollinos, y turnan, descansando unos, calentándose con lumbres, mientras que otros llenan los serones de nieve. Después bajan de la Sierra y llegan a las puertas de Granada antes de la salida del sol. Esa Sierra Nevada, señor, es un monte de hielo puesto en medio de Andalucía para tenerla fresca todo el verano.
Ya era completamente de noche y volvíamos a pasar por el barranco donde estaba la cruz del arriero asesinado, cuando divisamos a alguna distancia muchas luces que se movían y que parecían subir por el barranco. Cuando estuvieron más cerca resultaron ser antorchas llevadas por un cortejo de figuras extrañas vestidas de negro. A otra hora hubiera parecido una procesión horrendamente lúgubre, aunque entonces lo era bastante por lo agreste y solitario del lugar.
Mateo se me acercó, diciéndome en voz baja que aquello era un entierro: que llevaban un cadáver al cementerio situado en aquella montaña.
Al pasar la procesión, los lúgubres reflejos de las antorchas iluminaron las sombrías facciones y fúnebres vestidos de los acompañantes, presentando un efecto muy fantástico; pero este efecto era todavía más horrible cuando se bañó de luz el rostro del cadáver, que, según costumbre de España, iba descubierto. Permanecí un buen rato siguiendo con la vista el cortejo que serpenteaba por la montaña, y me vino a la memoria aquella antigua conseja de una procesión de demonios que se llevó el cuerpo de un pecador al cráter de Stromboli.
-¡Ah, señor! -exclamó Mateo-. Yo le podría contar la historia de una procesión que se vio una vez en estas montañas; pero usted se reiría de mí y creería que es uno de los cuentos heredados de mi abuelo el sastre.
-No, a fe mía; cuéntala, pues nada hay que tanto me divierta y halague como tus historias maravillosas.