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En la cúspide de la elevada colina del Albaicín, que es la parte más alta de la ciudad de Granada, existen los restos de lo que era antes un palacio real, fundado poco después de la conquista de España por los árabes, y convertido hoy en humilde fábrica. Esta regia morada ha caído en tal olvido, que me costó gran trabajo descubrirla, a pesar de la ayuda del sagaz y sabelotodo de Mateo Jiménez. Este edificio conserva todavía el nombre especial con que se viene conociendo durante muchos siglos, de La Casa del Gallo de Viento. Se llamó así por una figura de bronce que representaba un guerrero a caballo armado de lanza y adarga, sobre una de sus torres, y girando en forma de veleta hacia donde soplaba el viento, con una leyenda en árabe, que vertida en romance castellano decía de esta manera:

    Dice el sabio Aben-Abuz

que así se defiende el Andaluz.

Este Aben-Habuz -según las crónicas moriscas- fue un capitán del invasor ejército de Tarik, a quien dejó aquél de alcaide de Granada. Se cree que colocó aquella figura guerrera para recordar constantemente a los habitantes musulmanes que estaban rodeados de enemigos, y que su salvación dependía solamente de vivir siempre prevenidos para su defensa y prontos a salir al campo de batalla.

Las tradiciones cuentan, sin embargo, una historia bastante diferente acerca de este Aben-Habuz y de su palacio, y afirman que la figura de bronce era antiguamente un talismán de gran virtud, aunque en época posterior perdió sus mágicas propiedades, degenerando en una simple veleta.

La siguiente leyenda explica el origen de La Casa del Gallo de Viento.


Leyenda del astrólogo árabe

En tiempos antiguos, hace ya muchos siglos, había un rey moro llamado Aben-Habuz, que gobernaba el reino de Granada. Era un guerrillero ya retirado, es decir, que habiendo llevado en sus días juveniles una vida continuadamente entregada al pillaje y a la pelea, por haberse hecho débil y achacoso, anhelaba ya tan sólo la quietud y deseaba a toda costa vivir en paz con sus enemigos, durmiendo sobre los laureles y gozando tranquilamente la posesión de los Estados que había usurpado a sus vecinos.

Sucedió, sin embargo, que este razonable, pacífico y viejo monarca tuvo, a pesar suyo, que luchar con algunos jóvenes príncipes, ansiosos de pelear y alcanzar renombre, y enteramente dispuestos a pedirle estrecha cuenta de sus usurpaciones. Ciertos territorios lejanos del reino, a los cuales trató cruelmente en los días de su mayor pujanza, se sintieron fuertes y con ánimos para sublevarse cuando le vieron achacoso, amenazando atacarle dentro de su misma capital. Viéndose, pues, rodeado de descontentos, y con el grave inconveniente de la posición topográfica de Granada, circundada de agrestes y escabrosas montañas que ocultan la aproximación de los enemigos, el infortunado Aben-Habuz vivió constantemente alarmado y vigilante, sin saber por qué lado se romperían las hostilidades.

De nada sirvió el que levantase atalayas en las montañas y acantonara guardias en todos los pasos, con órdenes terminantes de encender hogueras de noche y levantar humaredas de día si veían aproximarse algún enemigo; pues sus astutos contrarios, burlando todas estas precauciones, solían asomarse por algún oculto desfiladero, y asolaban el país en las mismas barbas del monarca, retirándose después cargados de prisioneros y de botín a las montañas. ¿Hubo nunca conquistador ya retirado y pacífico que se viese como él reducido a tan dura condición?

Cuando Aben-Habuz se hallaba contristado por estos tormentos y molestias llegó a su corte un antiguo médico árabe, cuya nevada barba le llegaba a la cintura; pero el cual, a pesar de sus señales evidentes de larga longevidad, había ido peregrinando a pie desde Egipto hasta Granada, sin otra ayuda que su báculo cubierto de jeroglíficos. Venía precedido de la aureola de la fama: se llamaba Ibrahim Eben Abu Ajib y se le creía contemporáneo de Mahoma, pues era hijo de Abu Ajib, el último compañero del Profeta. Cuando niño, siguió al ejército conquistador de Amrou al Egipto, y en aquel país habitó durante muchos años, estudiando las ciencias ocultas, y en particular la magia, con los sacerdotes egipcios.

Se decía también que había encontrado el secreto de prolongar la vida, y que por este medio había llegado a la larga edad de más de dos siglos; pero como no descubrió este secreto hasta muy entrado en años, sólo consiguió perpetuar sus canas y sus arrugas.

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