-Las necesidades de un anciano y un filósofo, ¡oh rey! son escasas y bien sencillas; solamente deseo que me proporciones los medios, y con esto sólo me contento, para que pueda poner habitable mi cueva.
-¡Cuán noble es la templanza del verdadero sabio! -exclamó Aben-Habuz, regocijándose interiormente por tan exigua recompensa.
Llamó, pues, a su tesorero, y le dio orden de entregar a Ibrahim las cantidades necesarias para arreglar y amueblar su cueva.
El astrólogo dispuso que abriesen otras varias habitaciones en la roca viva, de modo que formasen piezas contiguas con el salón astrológico, y las decoró y amuebló después con lujosas otomanas y divanes, haciendo cubrir las paredes con ricos tapices de seda de Damasco.
-Yo soy viejo -decía-, y no puedo por más tiempo descansar en un lecho de piedra, y estas húmedas paredes necesitan el que se tapicen.
También se hizo construir baños, con toda clase de perfumes y aceites aromáticos.
-El baño -añadía- es necesario para contrarrestar la rigidez de la edad y devolver al organismo la frescura y flexibilidad que perdió con el estudio.
Mandó colgar por todas las habitaciones infinidad de lámparas de plata y cristal, en las que ardía cierto aceite odorífero preparado con una receta que también encontró en los sepulcros de Egipto. Este aceite era perpetuo y esparcía un resplandor tan dulce como la templada luz del día.
«Los rayos del sol -pensaba el astrólogo- son demasiado abrasadores y fuertes para los ojos de un anciano, y la luz de una lámpara es más a propósito para los estudios de un filósofo.»
El tesorero del rey Aben-Habuz se lamentaba de las grandes cantidades que se le pedían diariamente para amueblar aquella vivienda y, por último, elevó al rey sus quejas; pero como la palabra real estaba empeñada, se encogió el monarca de hombros, y le dijo:
-No hay más que tener paciencia; este viejo tiene el capricho de habitar en un retiro filosófico como el interior de las Pirámides y las vastas ruinas de Egipto; pero todo tiene su fin en el mundo, y también lo tendrá la decoración de su vivienda.
El rey tenía razón: la vivienda quedó por fin concluida, formando un suntuoso palacio subterráneo.
-Ya estoy contento -dijo Ibrahim Eben Abu Ajib al tesorero-; ahora voy a encerrarme en mi celda para consagrar todo el tiempo al estudio. No deseo ya nada más que una pequeña bagatela para distraerme en los intermedios del trabajo mental.
-¡Oh sabio Ibrahim! Pide lo que quieras, pues tengo orden de proveerte de todo lo que necesites en tu soledad.
-Me agradaría tener -dijo el filósofo- algunas bailarinas.
-¡Bailarinas!... -exclamó sorprendido el tesorero.
-Sí, bailarinas -replicó gravemente el sabio-; con unas pocas hay bastante, porque soy viejo, filósofo de costumbres sencillas y hombre contentadizo; pero que sean jóvenes y hermosas, para que pueda recrearme en ellas, pues mirando la juventud y la hermosura se reanima la vejez. Mientras el filósofo Ibrahim Eben Abu Ajib pasaba la vida hecho un sabio en su vivienda, el pacífico Aben-Habuz libraba prodigiosas campañas simuladas desde su torre. Era muy cómodo para el pacífico anciano el guerrear sin salir de su palacio, entreteniéndose en destruir ejércitos como si fueran enjambres de mosquitos.
Durante mucho tiempo dio rienda suelta a su placer y aun escarneció e insultó con mucha frecuencia a sus enemigos para obligarles a que le atacasen; pero aquéllos se hicieron poco a poco prudentes por los continuos descalabros que sufrían, hasta que al fin ninguno se aventuraba a invadir sus territorios. Por espacio de muchos meses permaneció la figura ecuestre de bronce indicando paz y con su lanza elevada a los aires, tanto que el buen anciano monarca comenzó a echar de menos su favorita distracción, agriándose su carácter con la monótona tranquilidad.
Al fin, cierto día el guerrero mágico giró de repente, y, bajando su lanza, señaló hacia las montañas de Guadix. Aben-Habuz subió precipitadamente a su torre, pero la mesa mágica, que estaba en aquella dirección, permanecía quieta y no se movía ni un solo guerrero. Sorprendido por este detalle, envió un destacamento de caballería a recorrer las montañas y registrarlas minuciosamente, de cuya comisión volvieron los exploradores a los tres días.
-Hemos registrado todos los pasos de las montañas -le dijeron-, pero no hemos encontrado ni lanzas ni corazas. Todo lo que hemos encontrado durante nuestra exploración ha sido una joven cristiana de singular hermosura, que dormía a la caída de la tarde junto a una fuente, y a la que hemos traído cautiva.
-¡Una joven de singular hermosura! -exclamó Aben-Habuz con los ojos chispeantes de júbilo-. ¡Qué la conduzcan a mi presencia!