¿Qué hacer ella? Aunque era, en verdad, la mujer más discreta del mundo entero y la servidora más fiel del rey, con todo, ¿tendría valor para destrozar el corazón de aquellas tres hermosas criaturas por el simple toque de una guitarra? Además, aunque estaba tanto tiempo entre moros y había cambiado de religión, haciendo lo propio que su antigua señora, como fiel servidora suya, al fin era española de nacimiento y tenía el cristianismo en el fondo de su corazón; por lo cual se propuso buscar el modo de dar gusto a las princesas.
Los cautivos cristianos, presos en las Torres Bermejas, estaban a cargo de un barbudo renegado de anchas espaldas, llamado Hussein Baba, que tenía fama de ser algo aficionado a que le «untasen el bolsillo», fue a verlo privadamente, y, deslizándole en la mano una moneda, de oro de bastante peso, le dijo:
-Hussein Baba: mis señoritas, las tres princesas que están encerradas en la torre, aburridas y faltas de distracción, quieren oír los primores musicales de los tres caballeros españoles y tener una prueba de su rara habilidad. Estoy segura de que sois bondadoso y no me negaréis un capricho tan inocente.
-¡Cómo! ¿Para que luego pongan mi cabeza a hacer muecas sobre la puerta de mi torre? ¡Ah! No lo dudéis ésa sería la recompensa que me daría el rey si llegara después a enterarse.
-No debéis temer que ocurra tal cosa, pues podemos arreglar el asunto de modo que complazcamos a las princesas sin que su padre se entere de nada. Bien conocéis la honda cañada que pasa precisamente por el pie de la torre; poned a los tres cristianos para que trabajen allí, y en los intermedios del trabajo dejadlos cantar y tocar como si fuera para su propio recreo. De esta manera podrán oírlos las princesas desde los ajimeces de la torre, y estad seguro de que se os pagará bien vuestra condescendencia.
La buena anciana concluyó su conferencia, apretando la ruda mano del renegado y dejándole en ella otra moneda de oro.
Su elocuencia fue irresistible: al día siguiente los tres cautivos caballeros fueron llevados a trabajar en el valle, junto a la misma Torre de las Infantas; y durante las horas calurosas del mediodía, mientras que sus compañeros de trabajo dormían la siesta a la sombra, y los centinelas, amodorrados, daban cabezadas en sus puestos, se sentaron nuestros caballeros sobre la hierba al pie del baluarte y comenzaron a cantar trovas españolas al melodioso son de sus guitarras.
Aunque el valle era profundo y alta la torre, sus voces se elevaban claras y dulcísimas en medio del silencio de aquellas soñolientas horas del estío. Las princesas escuchaban -desde el ajimez, y como su aya les había enseñado la lengua castellana, se deleitaban en extremo oyendo las tiernas endechas de sus gallardos trovadores. La juiciosa Kadiga. por el contrario, afectaba estar dada a los mismos diablos.
-¡Allah nos saque con bien! -exclamó-. ¡Ya están esos señores cantando trovas amorosas dirigidas a vosotras! ¿Habrase visto audacia tal? ¡Voy a ver ahora mismo al capataz de los esclavos, para que los apaleen sin compasión!
-¡Cómo! ¿Apalear a tan galantes caballeros porque cantan con tan singular habilidad y dulzura?
Las hermosas princesas se horrorizaban ante semejante cruel idea. La honesta indignación de la buena dueña, al cabo mujer y de condición y genio apacible, se calmó fácilmente. Por otro lado, parecía que la música había producido un efecto benéfico en sus señoritas, pues sus mejillas se iban sonrosando poco a poco y sus lindos ojos volvían a despedir fúlgida luz radiante. No hizo, por lo tanto, más observaciones sobre las amorosas estrofas de los caballeros.
Cuando concluyeron éstos de cantar las princesas quedaron silenciosas por un breve momento; pero a seguida Zorayda cogió su laúd, y con voz débil y emocionada, entonó un ligero aire africano, cuya letra decía así:
En su lecho de verdor
crece la rosa escondida
escuchando complacida
los trinos del ruiseñor.
Desde entonces los caballeros eran traídos casi todos los días a los trabajos de la cañada. El considerado Hussein Baba se fue haciendo cada vez más indulgente, y cada día manifestaba mayor propensión a quedarse dormido en su puesto. Así, pues, se estableció una misteriosa correspondencia entre los caballeros y las enamoradas princesas por medio de romanzas y canciones, ajustadas a los sentimientos de unos y otras en cuanto era posible.
Aunque tímidamente, las princesas llegaron a asomarse al ajimez, burlando la vigilancia de los guardias, y a conversar con sus enamorados caballeros por medio de flores, cuyo simbólico lenguaje era conocido de entre ambas partes, aumentando las mismas dificultades de sus correspondencias el deleite inefable de sus amores, el fuego encendido de sus corazones; pues sabido es que el amor se complace en luchar con la resistencia, y que crece con más vigor en el terreno que parece más árido y estéril.