En vano le rogaban sus hermanas, regañaba la dueña y blasfemaba el renegado debajo del ajimez; la gentil princesa mora continuaba dudosa y titubeaba en el momento critico de la fuga, tentada por las dulzuras de la falta, pero aterrada por los peligros.
A cada momento era mayor el riesgo de ser descubiertos. Se oyeron pasos lejanos.
-¡Las patrullas vienen haciendo la ronda! -gritó el renegado-. Si nos detenemos un momento más, estamos perdidos. ¡Princesa: descended inmediatamente, o, si no, os abandonamos!
La infeliz Zorahayda se sintió presa de una agitación febril, y desatando la escala de cuerda con desesperada resolución, la dejó caer desde el ajimez.
-¡Todo se ha concluido! -exclamó-. ¡No me es posible ya la fuga! ¡Allah os guíe y os bendiga, amadas hermanas mías!
Las dos infantas mayores se horrorizaron al pensar que la iban a dejar sola, y ya hubieran preferido quedarse; pero la patrulla se acercaba, el renegado estaba furioso, y se vieron llevadas atropelladamente hasta el pasadizo subterráneo. Anduvieron a tientas por un horrible laberinto cortado en el seno de la montaña, logrando llegar sin ser descubiertas a una puerta de hierro que daba fuera del recinto. Los caballeros españoles estaban aguardándolas disfrazados de soldados moriscos de la guardia que mandaba el renegado.
El amante de Zorahayda se desesperó cuando supo que aquélla había rehusado abandonar la torre; pero no se podía perder tiempo en inútiles lamentos. Las dos princesas fueron colocadas a la grupa con sus amantes, y la discreta Kadiga montó detrás del renegado, partiendo todos aprisa en dirección del Paso de Lope, que conduce por entre montañas a Córdoba.
No se hallaban aún muy lejos cuando oyeron el ruido de tambores y trompetas en los adarves de la Alhambra.
-¡Nuestra fuga se ha descubierto! -dijo el renegado.
-Tenemos ligeros corceles, la noche es oscura y podemos burlar la persecución -replicaron los caballeros.
Espolearon sus caballos y escaparon a través de la Vega, llegando al pie de Sierra Elvira, que se levanta como un promontorio en medio de la llanura. El renegado se detuvo y escuchó.
-Hasta ahora -dijo- nadie viene en nuestro seguimiento; creo que podremos escapar a las montañas.
Al decir eso brilló una luz intensa en la torre que servía para señales en la Alhambra.
-¡Maldición! -gritó el renegado-. Ésa es la señal de ¡alerta! a todos los guardias de los pasos. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Espoleemos con furor, pues no hay tiempo que perder!
Corrían y corrían vertiginosamente, y el choque de las herraduras de sus caballos se repetía de roca en roca, conforme iban atravesando el camino que costeaba la pedregosa Sierra Elvira; pero al propio tiempo que galopaban vieron que la luz de la Alhambra era contestada en todas direcciones desde las atalayas de las montañas.
-¡Adelante! ¡Adelante! -gritaba el renegado en medio de sus increpaciones y juramentos-. ¡Al puente, al puente, antes que la alarma haya cundido hasta allí!
Doblaron el promontorio de la montaña y llegaron a la vista del famoso Puente de Pinos, que atraviesa una impetuosa corriente, teñida en mil combates famosos con sangre de moros y cristianos. Para mayor tribulación, en la torre del puente se veían numerosas luces y brillar en ellas las armaduras de los soldados. El renegado se alzó sobre los estribos y miró a su alrededor por un momento; después, haciendo una señal a los caballeros, se salió del camino, costeando el río hasta cierta distancia, y se metió dentro de sus aguas. Los caballeros previnieron a las atribuladas princesas que se sujetaran bien a ellos. Sentíanse, en verdad, arrastrados a alguna distancia por la rápida corriente, cuyas rugientes olas bramaban a su alrededor; pero las hermosas princesas se afianzaban bien a los caballeros cristianos, e iban sin exhalar una queja. Por último, llegaron salvos a la orilla opuesta, y fueron guiados por el renegado a través de escabrosos y desusados pasos y ásperos barrancos por el interior de las montañas, evitando el pasar por los caminos de costumbre. En una palabra: lograron llegar a la antigua ciudad de Córdoba, donde fue celebrada la vuelta de ellos a su país y al seno de sus amigos con grandes fiestas, pues nuestros caballeros pertenecían a las familias más distinguidas. Las hermosas princesas fueron recibidas en el seno de la Iglesia y, después de haber abrazado la santa fe cristiana, se hicieron esposas y vivieron felicísimas.
En nuestra prisa por ayudar a las princesas a atravesar el río y cruzar las montañas nos hemos olvidado decir qué fue de la discreta Kadiga. Pues se agarró lo mismo que un gato a Hussein Baba durante la carrera a través de la Vega, chillando a cada salto y haciendo vomitar sapos y culebras al barbudo renegado; pero cuando éste se dispuso a meter su corcel en el río, su terror no conoció límites.
-No me aprietes con tanta fuerza -le decía Hussein Baba-; agárrate a mi cinturón y nada temas.