Ella se había asido, en efecto, con ambas manos al cinturón de cuero del robusto renegado...; pero cuando se detuvieron los caballeros a tomar alientos en lo alto de la montaña, notaron que había desaparecido la dueña.
-¿Qué ha sido de Kadiga? -gritaron las princesas alarmadas.
-¡Sólo Allah lo sabe! -contestó el renegado-. Mi cinturón se desató en medio del río, y Kadiga fue arrastrada con él por la corriente. ¡Cúmplase la voluntad de Allah! Y en verdad que lo siento, porque era un cinturón bordado de gran precio.
No había tiempo que perder para dolerse de aquella desgracia; con todo, lloraron amargamente las princesas la pérdida de su discreta consejera. Aquella excelente anciana, sin embargo, no perdió en la corriente más que la mitad de sus siete vidas, pues un pescador que se hallaba sacando casualmente sus redes a alguna distancia río abajo, la sacó a tierra, quedando asombrado de su milagrosa pesca. Lo que fue después de la discreta Kadiga no lo cuenta la tradición, pero sí se sabe que ella acreditó su discreción no poniéndose jamás al alcance de Mohamed el Zurdo.
Tampoco se sabe casi nada acerca de la conducta de aquel sagaz monarca cuando descubrió la evasión de sus hijas, y la mala pasada que le jugó la más fiel de sus servidoras. Había sido la única vez en que había pedido consejo; no se sabe que jamás volviera a caer en semejante debilidad. Sin embargo, tuvo buen cuidado de guardar a la hija que le quedaba, a la infeliz que no había tenido ánimos para escaparse. Se cree también, como cosa muy cierta, que la princesa se arrepintió interiormente de haberse quedado dentro de la torre, y cuentan que de vez en cuando se la veía apoyada en el adarve, mirando tristemente las montañas en dirección a Córdoba, y que otras veces se oían los acordes de su laúd acompañándose sentidas canciones, en las cuales se lamentaba de la pérdida de sus hermanas y de su amante, condoliéndose al mismo tiempo de su solitaria existencia. Murió joven y, según el rumor popular, fue sepultada en una bóveda debajo de la torre, dando lugar su fin prematuro a más de una leyenda tradicional.
Visitadores de la Alhambra
Tres meses iban transcurridos desde que fijé mi residencia en la Alhambra; durante ese tiempo el transcurso de la estación produjo los cambios naturales. En los días primaverales en que llegué a la bella Granada todo respiraba la frescura de mayo: el follaje de los árboles mostrábase todavía tierno y transparente; el granado no había aún abierto sus brillantes flores de escarlata; los jardines de Genil y Dauro lucían su flora exuberante; la ciudad entera se presentaba rodeada de una rica pradera de rosas, entre las cuales cantaban día y noche innumerables ruiseñores.
Mas la llegada del abrasador estío marchitó la rosa e hizo enmudecer al ruiseñor, y la lejana campiña fue tornándose poco a poco árida y mustia; conservábase, no obstante, alrededor de la ciudad un perpetuo verdor, así como también en los hondos y estrechos valles que están al pie de las montañas coronadas de nieve.
La Alhambra encierra retiros apropiados para el calor, según los diversos grados de temperatura de esta época del año, siendo los más adecuados para este objeto las habitaciones casi subterráneas de los Baños, hermosos aposentos en que se ven las tristes huellas del tiempo, pero que conservan notablemente su antiguo carácter oriental. Tienen los Baños su entrada por un pequeño patio, engalanado en otros tiempos de hermosas flores y formando un salón de regulares dimensiones, aunque de ligera y graciosa arquitectura, coronado por una pequeña galería sostenida con columnas de mármol y graciosos arcos moriscos. El surtidor de una fuente de alabastro colocada en el centro del pavimento refrescaba la estancia; a ambos costados de la misma se encuentran dos magníficas alcobas con elevados suelos a manera de lechos, en los cuales, después del baño o las abluciones y reclinados en blandos cojines, se entregaban los musulmanes al voluptuoso descanso, deleitándose con la fragancia del perfumado ambiente y con las notas melodiosas de la música que resonaba en la galería. Más allá de este salón se encuentran otras habitaciones interiores todavía más independientes y retiradas, y donde no penetra sino una tenue claridad por las pequeñas aberturas de los calados que se ven en sus abovedados techos. Éste fue el sanctasanctórum del sexo femenino, donde las beldades del harén se entregaban a los deleites del baño. Reina, como hemos dicho, en este aposento cierta luz misteriosa, y en él se conservan aún los Baños medio destruidos, pero con las señales de su antigua elegancia. El perpetuo silencio y la oscuridad de este sitio lo han hecho el retiro favorito de los murciélagos, por lo cual se ocultan en sus oscuros ángulos y rincones durante el día; y, si alguien de sus nidos los espanta, revolotean lúgubremente alrededor de las sombrías cámaras, aumentando en un grado indescriptible su tinte de abandono y tristeza.