En este fresco y elegante, aunque destruido retiro, que tiene la templanza y tranquilidad de una gruta, acostumbraba yo últimamente pasarme las calurosas horas del día, saliendo de allí después del ocaso para bañarme, o, mejor dicho, para echarme a nadar, cuando entraba la noche, en el gran estanque del patio principal. De este modo procuraba contrarrestar la blanda y enervadora influencia de aquel ardiente clima.
Cierto día se vieron desvanecidos mis ensueños de absoluta soberanía con las detonaciones de armas de fuego, que repercutieron entre las torres como si la fortaleza hubiera sido tomada por sorpresa. Salime fuera precipitadamente, y me encontré con un caballero de avanzada edad, rodeado de criados, que se había instalado en el Salón de Embajadores. Era un antiguo conde, que había subido desde su palacio de Granada para pasar una temporada en la Alhambra y respirar aires más puros; el cual, dado su carácter de inveterado cazador, trataba de despertarse el apetito disparando a las golondrinas desde los balcones. Esta su diversión era bastante inocente, pues a pesar de la ligereza de sus criados para cargarle las armas, lo que le facilitaba poder sostener un fuego bastante nutrido, no pudimos hacerle responsable de la muerte de una sola golondrina; es más: parecía que los pajarillos se regocijaban con este entretenimiento y que se burlaban de su poca habilidad, girando en círculos junto a los balcones y cantando cuando pasaban por delante de él.
La llegada de este honorable título cambió en parte el estado de las cosas; pero al par me sirvió de motivo para muy gratas reflexiones. Compartimos tácitamente el imperio entre los dos, tal como lo hicieron los últimos reyes de Granada, con la diferencia de que nos mantuvimos en la más estrecha alianza. Él reinaba despóticamente en el Patio de los Leones y sus salones contiguos, mientras que yo sostenía la pacífica posesión de toda la parte de los Baños y el pequeño Jardín de Lindaraja, comiendo junto bajo las arcadas del patio, cuyas fuentes refrescaban la atmósfera, y cuyos espumosos arroyuelos corrían por las atarjeas del marmóreo pavimento.
Durante la noche se formaba en torno de aquel caballero una tertulia familiar a la que asistía la condesa, que subía de la ciudad acompañada de su hija predilecta, joven de dieciséis abriles. Concurrían además los empleados del conde, su capellán, su abogado, su secretario, su mayordomo y otros dependientes y administradores de sus extensas posesiones, es decir, una especie de corte doméstica, en la que todos procuraban contribuir a la distracción del conde, sin sacrificar su propio placer ni rebajar su dignidad personal. Efectivamente, y digan lo que quieran del orgullo español, lo cierto es que no se manifiesta en la vida social íntima, pues no hay ningún pueblo donde se vean relaciones más cordiales entre los parientes ni trato más franco y comunicativo entre los superiores y deudos; resta, pues, desde este punto de vista, en la vida de las provincias de España, parte de la celebrada sencillez de los tiempos primitivos.
El personaje más interesante de aquella reunión de familia era, en verdad, la hija del conde, la encantadora e infantil Carmencita. Sus formas no habían llegado todavía a la época del desarrollo, pero presentaban ya la delicada simetría y flexible gracia característica del país; sus ojos azules, su blanco cutis y su rubia cabellera -poco comunes en Andalucía- le prestaban cierta dulzura y gentileza, que contrastaban con la vivacidad ordinaria de las jóvenes españoles, haciendo perfecta armonía con el candor e inocencia de sus sencillos modales. Tenía, sin embargo, la innata aptitud, y desembarazo de sus encantadores paisanas, pues cantaba, bailaba y tocaba la guitarra y otros instrumentos con gracia sorprendente.