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El príncipe se apartó de él disgustado y buscó al búho, que estaba en su retiro. «Ésta es un ave -pensó- de costumbres tranquilas, y me dará la solución del enigma.» Preguntó, por lo tanto, al búho qué era ese amor que unísonamente cantaban todos los pájaros del bosque. No bien escuchó la pregunta el búho cuando, ofendido y con rostro serio, le contestó: «Yo paso mis noches ocupado en estudiar, madurando de día en mi celda todo lo que he aprendido. Por lo que toca a esos pájaros de que me habláis, ni los oigo ni los entiendo. Gracias a Allah, no sé cantar; soy filósofo y no me ocupo de lo que se refiere al amor.»

Entonces el príncipe se fijó en lo alto de la bóveda, donde se hallaba agarrado con las patas su amigo el murciélago, y le hizo la misma pregunta. El murciélago frunció el hocico con aire de menosprecio, y le dijo refunfuñando: «¿A qué turbáis mi sueño de la mañana para hacerme una pregunta tan necia? Yo no salgo hasta que oscurece, cuando todos los pájaros duermen ya, y nunca me meto en sus negocios. No soy ni ave ni animal terrestre, de lo que doy infinitas gracias a los cielos; he descubierto los defectos de unos y otros, y aborrezco desde el primero hasta el último. Para concluir: soy misántropo, y nada sé de eso que llaman amor.»

Como último recurso se dirigió el príncipe a la golondrina, deteniéndola cuando se hallaba revoloteando y describiendo círculos en lo alto de la torre. La golondrina, como de costumbre, estaba muy de prisa y no tenía tiempo para contestarle: «Bajo palabra de honor -le dijo-, tengo tantos negocios que evacuar y tantas ocupaciones a que atender, que me faltan todos los días mil visitas que pagar y cien mil negocios de importancia que examinar, no quedándome un momento libre para semejante bagatela. En una palabra: soy un ave de mundo, y no entiendo lo que es el amor.» Y así diciendo, voló la golondrina hacia el valle, perdiéndose de vista en un momento.

Quedó el príncipe desazonado y perplejo, pero estimulada cada vez más su curiosidad por la misma dificultad que tenía de poder satisfacerla. Hallándose de tal suerte, acertó a entrar su guardián en la torre. El príncipe le salió al encuentro con ansiedad, y le dijo:

-¡Oh Eben Bonabben! Vos me habéis enseñado la mayor parte de la sabiduría de la tierra, pero hay una cosa acerca de la cual estoy en completa ignorancia, y quisiera que me la explicaseis.

-Mi príncipe y señor no tiene más que preguntar, pues todo lo que encierra la limitada inteligencia de este su siervo está a su disposición.

-Decidme, pues, profundísimo sabio: ¿qué es eso que llaman el amor?

Quedose Eben Bonabben como si hubiese caído un rayo a sus pies. Tembló, se puso lívido y le parecía que la cabeza se le escapaba ya de los hombros.

-¿Qué cosa ha podido sugeriros semejante pregunta, mi querido príncipe? ¿Dónde habéis aprendido esa vana palabra?

El príncipe le condujo a la ventana de la torre.

-Escuchad, caro maestro -le dijo.

El sabio se volvió todo oídos. Los ruiseñores de la selva cantaban a sus amantes que posaban en los rosales; de los floridos arbolillos y del espeso ramaje salía un himno melodioso sobre este solo tema: ¡amor!, ¡amor!, ¡amor!

-¡Allah Akbar! -exclamó el filósofo Bonabben-. ¿Quién pretenderá ocultar este secreto al corazón del hombre, cuando hasta los mismos pájaros conspiran por revelarlo?

Entonces, volviéndose a Ahmed, le dijo:

-Noble príncipe: cerrad vuestros oídos a esos cantos seductores, y no abráis la inteligencia a esos conocimientos peligrosos. Sabed que ese decantado amor es la causa de la mitad de los males que afligen a la desdichada humanidad, el origen de las amarguras y discordias entre amigos y hermanos; él engendra traiciones, asesinatos y guerras asoladoras; trae consigo cuidados y tristezas; va acompañado de días de inquietud y noches de insomnio, marchita el alma y amarga la alegría de los pocos años, y lleva consigo las penas y pesares de una vejez prematura. ¡Allah os conserve, príncipe querido, en completa ignorancia de esa pasión que se llama amor!

Retirose el sabio Eben Bonabben aturdido, dejando al príncipe abismado en la más profunda perplejidad. En vano intentaba éste apartar tal idea de su imaginación, pues, persistía aquélla, sobreponiéndose a todos sus pensamientos, atormentándole y deshaciéndole en vanas conjeturas. «Seguramente -se decía a sí mismo al escuchar los armoniosos gorjeos de los pajarillos- no hay tristeza en estos trinos, sino que, por el contrario, todo es ternura y regocijo. Si el amor es la causa de tantas calamidades y odios, ¿por qué estos pájaros no están abatidos en la soledad o despedazándose los unos a los otros, y no que están revoloteando alegremente por entre los árboles y regocijándose juntos entre las flores?»

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