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-¡Oh amabilísimo papagayo! -gritó enajenada de alegría-. Felices son, en verdad, las nuevas que me traes, pues ya me encontraba abatida y enferma de muerte, dudando de la constancia de Ahmed. Vuela a él y dile que tengo grabadas en mi corazón las apasionadas frases de su carta, y que sus poesías han servido de pábulo a mi alma. Dile también que se disponga a demostrarme su amor con la fuerza de las armas, pues mañana, decimoséptimo aniversario de mi nacimiento, prepara el rey mi padre un gran torneo en el que lucharán bizarramente varios príncipes, siendo mi mano el premio del vencedor.

Remontose de nuevo el pájaro y, cruzando por las alamedas, voló hacia donde el príncipe esperaba su regreso. La alegría de Ahmed por haber encontrado el original de su retrato, de haber hallado a su adorada fiel y amantísima, sólo pueden concebirla los dichosos mortales que tienen la fortuna de soñar imposibles y convertirlos en realidades. Sin embargo, faltaba algo todavía para que su regocijo fuera completo: el próximo torneo. Efectivamente, lucían en las riberas del Tajo las brillantes armaduras y oíanse resonar las trompetas de los varios caballeros y gente de armas que en arrogantes somatenes se dirigían a Toledo para asistir a la ceremonia. La misma estrella que había presidido en el destino del príncipe había también ejercitado su predominio en el de la princesa; por lo cual se la tuvo oculta del mundo hasta que tuvo diecisiete primaveras, con el fin de preservarla de la tierna pasión del amor. La fama de su hermosura, sin embargo, fue en aumento por su misma reclusión; varios príncipes poderosos la solicitaron en matrimonio, y su padre, que era un rey de extraordinaria prudencia, confió la elección a la destreza de las armas, evitando así el crearse enemigos si se mostraba parcial con alguno. Entre los candidatos rivales había algunos que se habían hecho célebres por su esfuerzo y valor. ¡Qué situación aquélla para el infortunado Ahmed, que ni se encontraba armado ni estaba acostumbrado a los ejercicios de la caballería! «¿Habrá príncipe más desgraciado que yo? -decía-. ¡Y para esto he vivido recluido bajo la vigilancia de un filósofo!... ¿De qué me sirven el álgebra y la filosofía en materias de amor? ¡Ay, Eben Bonabben!, ¿por qué no te has cuidado en instruirme en el manejo de las armas?» Esto decía, cuando el búho rompió el silencio, empezando su discurso con una piadosa exclamación, pues era devoto musulmán.

-¡Allah Akhar! ¡Dios es grande! -exclamó-. ¡En sus manos están todos los secretos y Él solo rige los destinos de los príncipes! Sabed, ¡oh Ahmed!, que este país está lleno de misterios que permanecen ignorados para todos, menos para los que, como yo, se dedican al estudio de las ciencias ocultas. Sabed también que en las vecinas montañas existe una gruta, dentro de la cual hay una mesa de hierro y sobre ésta una armadura mágica, encontrándose también allí mismo un encantado corcel: todo lo cual viene permaneciendo ignorado durante multitud de generaciones.

Mirole el príncipe maravillado, mientras que el búho, parpadeando sus grandes y redondos ojos y encrespando sus plumas a manera de cuernos, prosiguió:

-Hace ya muchos años acompañé a mi padre por estos sitios, cuando iba visitando sus Estados. Nos alojamos en esa cueva, y a esto se debe el que yo conozca el misterio. Es tradición en nuestra familia, que le oí contar a mi abuelo cuando yo era pequeño, que esta armadura perteneció a cierto nigromante moro que se refugió en esta caverna cuando Toledo cayó en poder de los cristianos, y que el tal musulmán murió allí dejando su caballo y sus armas bajo místico encantamiento, y que no se podrá hacer uso de ellos más que por sectarios del Profeta y sólo desde la salida del sol hasta el mediodía. El que los use en este intervalo vencerá indefectiblemente a todos sus rivales.

-¡Basta! -exclamó el príncipe-. Busquemos al momento esa gruta.

Guiado por su misterioso mentor, encontró el príncipe la caverna en una de las sinuosidades de los áridos picos que se elevan junto a Toledo; nadie, a no ser el ojo perspicaz de un búho o el de algún anticuario, hubiera podido dar con la entrada. Una lámpara sepulcral de inagotable aceite lanzaba sus melancólicos reflejos en el interior de la caverna, y en el centro de ésta se alzaba una mesa de hierro, sobre la cual se encontraba la armadura mágica, y con ella una lanza, y próximo a éstas un corcel árabe enjaezado como para entrar en batalla, pero inmóvil cual una estatua. La armadura estaba tan brillante y limpia como en sus primitivos tiempos, y el bravo alazán tan bien cuidado como si estuviese todavía pastando. Acariciole Ahmed pasándole la mano por el cuello, y principió a piafar, exhalando tal relincho de gozo que hizo estremecer las paredes de la caverna. Así provisto de caballo y armas, determinose el príncipe a tomar parte en la lucha del próximo torneo.

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