S
iempre las cosas pasan así. Mañana sábado por la noche llegaba Natalia, o más bien ya en la madrugada del domingo, sobre la 1.30, y Carlitos Alegre habría dado la vida porque llegara hoy, porque estuviera llegando justito en este momento, o, lo que es mejor, mucho mejor aún, porque hubiera llegado anoche y juntos estuvieran desayunando ahora, pero no en el comedor, sino en la terraza que da al inmenso jardín posterior de la casa, florido, lleno de árboles y enredaderas, y con la hermosa piscina allá al fondo, que Luigi iluminaba todas las noches, desde hace unos días, como para hacerle señales al avión en que regresaba la señora y que no se les fuera a seguir de largo, sobre todo al