En el cementerio todo el mundo andaba con cara de qué horror, qué pena, pero nadie ahí sabía qué hacer cuando se topaba con los deudos de otro entierro, porque hay tristezas y tristezas, oiga usted, respetando, eso sí. Y entre tanto nicho y panteón y las alamedas, que resultaban ya estrechas de tan concurridas, el luto y el húmedo calor veraniego eran la tónica general, incomodísima, por cierto, y los hombres a cada rato se metían íntegro el dedo índice en el cuello de la camisa, como si éste fuera elástico, y le daban toda una vuelta por dentro, retorciendo al mismo tiempo el pescuezo, en busca de ventilación, y odiando la maldita corbata negra, la gente debería morirse sólo en invierno, caray, qué falta de sensatez, qué falta de todo, y ya me dirás tú qué hago yo aquí y no en mi casa de playa en Naplo.
Carlitos permanecía siempre al lado de su padre, porque así se lo indicaron su mamá y sus hermanas, y pensaba en lo mucho que su abuela había detestado los grandes ceremoniales, sus fórmulas y usos, a pesar de ser una persona tan enchapada a la antigua, y en cómo su ferviente catolicismo estuvo siempre acompañado de una actividad desbordante, de una práctica constante y de una energía perfectamente bien canalizada hacia la ayuda al prójimo. La abuela Isabel rezaba poco, porque lo suyo era la acción y no la contemplación ni la pedigüeñería, ni siquiera la divina, tenía su fortaleza y su carácter endiablado, la abuela, y a veces decía las cosas con tal claridad que hasta duras resultaban, o parecían, en todo caso. Por eso, seguro, la abuela Isabel habría querido todo menos este entierro y, no me cabe la menor duda, pensaba Carlitos, se hubiese llevado mil veces mejor con los albañiles que ahora agitan precisos sus badilejos, desparraman el cemento sin chorrear ni una sola gota, y colocan esa placa con eficacia y profesionalidad, sí, mil veces mejor se habría llevado la abuela Isabel con esos hombres que con este cura aobispado y como fuera de temporada, con tanta vestimenta medio catedralicia, como para la ocasión y eso, y con tanta oración fúnebre que, apostaría lo que sea, aquí más de uno de estos señores que tanto se mete el dedo en el cuello y odia la corbata y a la humanidad con ella, de un patadón en el culo lo metería al señor cura de cuerpo presente y enterito en el mismo nicho y taparía, pobre abuela Isabel, pero bueno, ya se acabó todo, por fin, abuelita.
¿Acabarse todo? Ja. Si los había ahí para quienes, en realidad, la función recién empezaba ahora con los abrazos y las palmadas en el hombro y los saludos con beso y sin beso, con una formulilla de mierda que apenas se oía, pero que servía para cumplir y picárselas ya y quitarse saco y corbata, al toque, carajo, al fin, y qué tal cura de mierda, nos metió a todos al baño turco, compadre, mira cómo estoy yo, viejo, empapadito todo, o con sentidas frases abrazadas y pésames absolutos y demás demostraciones de acompañamiento en el dolor y aquí me quedo con los verdaderos amigos para compartir al máximo el dolor y que se vea también lo dolido que ando yo, qué gran mujer, la difunta, qué señora, su señora madre, don Roberto, don doctor, mis respetos, y aquí nos tiene usted para lo que pueda serle útil, que Dios la tenga en su gloria a su señora progenitora, porque en la meca del firmamento no hubo estrella, doctor Alegre… Carlitos paró la oreja cual perrito rapidísimo de hocico puntiagudo y ojitos saltones y penetrantes, y casi suelta su ladridito, también, porque, ¿acabarse todo?, ¿pero, quién dijo semejante disparate, por favor?