Natalia oyó llegar a Carlitos, miró las cinco en punto de la tarde en su reloj, y corrió a recibirlo como al amante pródigo, porque hijo habría sido incesto, claro, aunque se diría que hasta con incesto lo había esperado, tan grande había sido su temor de que todo y todos en su casa lo retuvieran, por más que, encima de puntual, su amante de los diecisiete años atroces hubiera cumplido con llamarla hasta en dos ocasiones, para darle lo que él mismo llamaba
Pero Carlitos estaba de vuelta y no sólo había
– Pero, mi amor, ¿con quién conversaste en el taxi, parecido a lo de Dios, que sí recuerdo perfectamente bien y me encanta? ¿Con quién, Carlitos?
– Con la abuela Isabel, que, la verdad, ya había empezado a conversarme durante el velorio, y continuó ahora en el taxi en que vine. Y mira tú que, con lo beata que era ella, compartía las opiniones de Dios acerca de nuestra relación y del sexo y de todo. De todo, sí, mi amor, porque yo la interrogué a fondo y sus respuestas eran igualitas a las de Dios, aquella vez. Y tanto, que era como si nuevamente me hubieran molido a golpes la cabeza y saliera llenecito de calmantes de la clínica y pasara contigo a una alcoba… Algo bien extraño, eso sí, porque la conversación ha durado horas, días y semanas y, sin embargo, lo único que me hacía temer que no iba a ser puntual contigo, que era dificilísimo llegar a las cinco en punto, a más tardar, era el taxi tan viejo en que venía, ¿o no viste la carcocha en que llegué y lo viejo que era también el chofer, tan viejos él y su carcocha que hasta pensó que un Mercedes que salía normalmente del huerto iba de supersónico por el mundo…?
Y mientras Carlitos continuaba con su entrañable discurso, Natalia se decía que ella, ni cojuda, cómo iba a preferir la presidencia de la república con el calzonudo de Quirogón, encima de todo, a un instante más, sólo un instante más, con un loco tan entretenido y entrañable como Carlitos Alegre, que, además, me prometió llegar a las cinco, a más tardar, y a las cinco en punto llegó en el automóvil más viejo de Lima, puntualísimo y feliz porque venía de sacarle lo único bueno que puede tener un entierro: conversar con su adorada muerta.
Los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas, hay que reconocerlo, actuaron con verdadero coraje y astucia, y también con entera solidaridad, cuando, de acuerdo a viejas prácticas estudiantiles, al empezar las clases de medicina en la escuela de San Fernando un grupo de alumnos de años superiores apareció, betún y tijeras en mano, para embadurnarlos a gusto y raparlos, a ellos dos y a Carlitos. Y a patearlos también y hasta a mearles encima, muy probablemente, antes de llevárselos un día entero por bares de Lima, obligándolos a servirles y pagarles la borrachera. Aquél iba a ser un día de esclavitud, de órdenes absurdas y matonescas, de empellones, coscorrones, escupitajos, y quién sabe cuántas salvajadas más, a medida que el consumo alcohólico fuera en aumento y el afán de venganza por los maltratos sufridos en carne propia, cuando a ellos les tocó ingresar a la universidad y verse convertidos en cachimbos, los fuera convirtiendo en verdaderas hienas entregadas con grosero deleite e inmundo furor al cumplimiento de aquel rito iniciático universitario.
– Tú ponte detrás de nosotros y ni se te ocurra asomarte -le dijo Arturo a Carlitos.
– Ni siquiera la punta de la nariz, Carlitos -le recalcó Raúl.
– Pero ellos son como diez…
– Son doce, exactamente, Carlitos.
– Entonces ustedes dos necesitan mi ayuda.
– Sólo necesitamos que hagas exactamente lo que te decimos y que no te distraigas ni un solo instante.
– Y que te pongas aquí atrás, de una vez por todas, y no te muevas más, carajo.
– No sé… Yo creo que también debería participar con mi granito de arena, aunque sea…