– Bien. Mi nombre es Carlos Alegre. Mucho gusto. Y ahora ayuda a tu amigo a inhalar y exhalar lento y profundo, que yo acabo de pasar por lo mismo, casi.
Los mellizos, Carlitos, y cuatro honderos cusqueños de comprobada puntería, que habían estado estratégicamente apostados en los altos del patio, cada uno por su rincón pero sincronizados al máximo, los cuatro, con tan sólo una miradita, un silbidito o un guiño de ojos, y sumamente útiles en ocasiones como ésa, terminaron celebrando su impresionante victoria con varias ruedas de cerveza en el D'Onofrio de la avenida Grau, extraña y muy limeña mezcla de fina heladería, pésima o correcta licorería, según fuese nacional o importado el producto, pastelería con activa mosca justo en los alfajorcitos que yo quería, qué asco, caracho, mira, exquisita chocolatería casi sin uso, salón de té y simpatía para tres señoras despistadas o en pleno venimiento a menos, y cantina de mala muerte, según las horas del día, además. El amplio local abría bien amplio, bonito y limpio, por las mañanas, y luego, a medida que avanzaba el día, como que iba abdicando de su calidad de apto para todos los públicos y empezaba a convertirse en alborotado punto de encuentro de artistas sin arte y bohemios con tos, de algunos peñadictos y criollos guitarristas y cantantes de bufanda y emoliente, y, ya después, por la noche bien entrada y cubierto el piso de aserrín, en lugar de aterrizaje para chicos de familia todoterreno que iban o volvían de los burdeles de la Victoria, algún posible Colofón agonizante desde muy joven, policías y ladrones, en franca confraternidad, más gente que estuvo en cana prontuariada y todo. Era un sitio abierto a infinitas posibilidades, el D'Onofrio de la avenida Grau, y por supuesto que también había tenido su
– ¿Y esos tipos, además de ser cusqueños y honderos, qué hacen? -les preguntó Carlitos a los mellizos, en una de las muchas oportunidades en que los cuatro se dirigieron al baño para achicar la bomba, en vista de que ningún peruano mea solo.
– Cobran y festejan cuando ganan, como ahora, o si no, pierden y se joden unos días, me imagino.
– ¿Y ustedes de dónde los sacaron?
– Nos pasaron el dato.
– ¿Y por qué no me avisaron nada?
– ¿Habrías aprobado nuestros métodos?
– Bueno, eran doce contra tres…
– Y pudieron ser veinte, también.
Hacia las nueve de la noche, Carlitos ya ni siquiera sabía si lo que quería era achicar la bomba o no. Los amigos cusqueños, por su parte, cobraron, mearon de una vez pa' todo el año, porque el asunto duró como mil horas, esta vez, se despidieron con abrazos andinos y costeños, se cagaron en la selva, eso sí, muy probablemente porque entre los aborígenes la cosa es con flechas y cervatanas envenenadas y la incomparable puntería selvátiva se las arregla hasta para reducirle a uno la cabeza, tras haberse devorado el cuerpo, todo a traición, por supuesto, chunchos chuchas de su madre, les dejaron tarjetitas publicitarias del negocio, para que las repartieran e ir así haciendo empresa, tarjetitas con los colores patrios y un mapita del Perú sin Amazonía, por supuesto, y se lanzaron autóctonos a la noche y sus consejos.