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En la estación oscura. Otra vez. Un sonido, como un silbato de un tren a punto de partir. Algo está a punto de partir, de empezar, o de terminar, o de ambos. Una estación oscura para mí. O no (ay, yo qué sé. Soy nuevo, a mí que no me pregunten).

En la estación oscura.

Bueno; de acuerdo…

Metamorfosis:

Uno

En la estación oscura, vacía y cerrada, resonó el distante silbato del tren que estaba iniciando la marcha. Bajo la luz grisácea del crepúsculo, el sonido era húmedo y frío, como si la nube de vapor que exhalaba hubiera transmitido su personalidad al silbato. Las montañas, cubiertas de una hilera de árboles tupida y oscura, absorbieron el ruido como un paño grueso que se traga la lluvia, para dejar volver al más débil de los ecos reflejado desde el lugar donde los peñascos y los barrancos rompían la homogeneidad del bosque.

Cuando el sonido del silbato murió completamente, me quedé allí de pie, durante un rato, observando la estación desértica, reticente a volverme hacia el callado carruaje que tenía detrás. Escuché con atención, intentando captar un último suspiro del sonido de la máquina mientras se adentraba en el profundo valle; quería oír su resuello rítmico, el estruendo de su corazón de pistones y el parloteo de sus válvulas. Pero, a pesar de la ausencia de cualquier otro sonido en la silenciosa atmósfera del valle, ya no podía escuchar al tren. Se había alejado. Arriba, los tejados inclinados de la estación y sus gruesas chimeneas se alzaban hacia un nublado cielo gris. Espirales de humo y vapor ascendían para disiparse lentamente en el aire frío y húmedo del valle, que envolvía las tejas de pizarra y las paredes oscurecidas por el hollín. Un intenso olor a carbón quemado y a vapor desgastado se adhirió a mi ropa.

Me volví a mirar el carruaje. Estaba cerrado por fuera y unas gruesas bandas de cuero reforzaban la puerta. Estaba pintado de negro. Delante, dos yeguas inquietas pateaban sobre el camino alfombrado de hojas secas que salía de la estación. Los enganches chirriaban y el carruaje se balanceaba tras ellas. De sus hocicos salían nubes de vapor, como una versión equina del tren que había partido.

Inspeccioné las ventanas y las puertas del carruaje. Cerradas. Solté la banda de cuero y tiré del picaporte metálico, para saltar sobre el asiento del conductor y tomar las riendas. Eché un vistazo a la profunda pista que llevaba al bosque. Indeciso, cogí la fusta, pero volví a dejarla. No quería perturbar la atmósfera silenciosa del valle. Agarré la palanca de freno. En una extraña inversión orgánica, tenía las manos húmedas y la boca seca. El carruaje dio una sacudida, tal vez por culpa de los movimientos inquietos de los caballos.

El cielo tenía un tono gris espeso. Por encima de las hileras de árboles, las cimas más altas quedaban emborronadas por una inmensa nube infinita. Las afiladas cumbres y las agudas cadenas parecían nivelarse gracias a la masa de niebla. La luz era tenue, pero uniforme. Eché un vistazo a mi reloj y me di cuenta de que, por bien que fuesen las cosas, mi viaje no terminaría de día. Palpé el bolsillo que contenía un pedernal y una yesca, así podría fabricar luz propia cuando la natural fallase. El carruaje dio otra sacudida, mientras los caballos pateaban y se removían, estirando el cuello, con los ojos fuera de las órbitas.

No podía esperar más. Solté el freno, tomé la fusta e insté a los animales a trotar. El carruaje empezó a tambalearse entre chirridos, abriéndose paso ruidosamente desde la estación oscura hacia el bosque, más oscuro todavía.


El camino discurría entre hileras de árboles y pequeños claros, y sobre puentes huecos de madera. En la oscuridad y el silencio del bosque, los torrentes que fluían bajo los puentes eran tramos veloces de luz blanca y ruido caótico.

A medida que ascendíamos, el aire fue volviéndose más frío. El aliento de las yeguas formaba una espiral a mi alrededor, que se mezclaba con el intenso olor a transpiración de animal. Mi propio sudor, en manos y frente, era helado. Busqué los guantes en el abrigo y mi mano topó con el revólver que guardaba en el bolsillo. Me enfundé los guantes, me abroché el abrigo y, mientras me apretaba el cinturón, sentí la necesidad de volver a comprobar los enganches y las correas que sujetaban el carruaje tras de mí. No obstante, en la penumbra, resultaba difícil distinguir si las tiras cumplían con su cometido.

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