Читаем El puente полностью

Justo en aquel instante, un miedo terrible se apoderó de mí. Un temblor repentino me invadió, como si una descarga eléctrica se hubiera adueñado de mi cuerpo, una especie de rayo invisible y silencioso que había caído del cielo gris. Los dos carruajes llegaron a los extremos de la zona de paso. Viré bruscamente a la derecha y el otro carruaje hizo lo mismo hacia su izquierda, con lo que nos bloqueamos el paso el uno al otro. Los vehículos se detuvieron antes de que el otro conductor y yo tirásemos de las riendas. Chasqueé la lengua para que los animales reculasen. El otro carruaje también retrocedió. Empecé a hacer señas a la sombría silueta del otro carruaje, intentando indicarle que mi intención era dirigirme hacia la izquierda, para permitirle rebasarme por mi derecha. Él se puso a hacer aspavientos al mismo tiempo que yo. Los carruajes volvieron a detenerse. No supe interpretar si aquellos gestos eran de aprobación. Dirigí a las yeguas hacia mi izquierda. Y, de nuevo, el otro carruaje se movió hacia su izquierda, bloqueándome otra vez el paso. Pero, en realidad, nos habíamos movido simultáneamente, igual que antes.

Vencido de nuevo, detuve a las yeguas, que se encontraban justo frente a sus pálidos semejantes, separados solamente por el espacio donde se mezclaban los vahos de sus respiraciones. Entonces decidí que, en lugar de volver a retroceder, mantendría la posición de mi carruaje y esperaría a que el otro se apartase y me dejase pasar.

El otro vehículo también se quedó quieto. Una inquietud creciente se adueñó de todo mi ser. Me levanté del asiento. Entorné los ojos para distinguir al conductor que tenía delante, a una distancia corta, pero infranqueable. Vi como él también se ponía de pie, como si fuera mi imagen reflejada en un espejo. Habría jurado que él también se llevaba la mano a los ojos para intentar evitar el deslumbramiento de las luces, lo mismo que yo.

Me quedé inmóvil. El corazón me latía a toda velocidad dentro del pecho. Sentí de nuevo aquella extraña sensación en las manos, aun con los guantes puestos. Me aclaré la garganta y grité al hombre del carruaje de enfrente:

– ¡Oiga! Si pudiera apartarse…

Callé. El otro hombre había hablado (y dejado de hablar) justo al mismo tiempo que yo. Empezó cuando empecé y calló cuando callé. Su voz no era un eco; no había pronunciado las mismas palabras que yo. Ni siquiera estoy seguro de que hablase mi mismo idioma, pero el tono era similar al mío. Una furia nerviosa se apoderó de mí. Moví rápidamente el brazo hacia la derecha y él hizo lo mismo, al mismo tiempo, hacia su izquierda. Di un grito y él también.

Permanecí quieto durante un momento, sin intenciones de convencerme a mí mismo de que el temblor que invadía todo mi cuerpo era una especie de reacción a la temperatura ambiente. Temblaba, no tiritaba. Con las piernas flaqueándome, me senté rápidamente, para intentar llevar a cabo lo que se me acababa de ocurrir. Sin mirar directamente a mi oponente (ya lo veía como un adversario, porque parecía claramente empeñado en impedirme el paso) agarré la fusta y azucé a las yeguas, dirigiéndolas hacia la izquierda. No escuché el sonido de otra fusta, pero los dos caballos blancos del otro carruaje se encabritaron como los míos y se movieron como los míos, precipitándose a toda velocidad contra ellos antes de erguirse sobre las patas traseras, tirar de los arreos, y casi colisionar. Volví a gritar, me levanté y volví a golpear a las yeguas con la fusta para incitarlas a recular. Había intentado pasar por un lado del carruaje, pero mis planes volvieron a verse frustrados. El otro parecía reflejar todas mis acciones.

Conseguí dominar a las nerviosas yeguas, que no dejaban de agitar la cabeza, lo mismo que los otros dos animales del otro lado del espacio ovalado. Mis manos temblaban y un sudor frío resbalaba por mi frente. Entorné de nuevo los ojos, en un intento desesperado de poder ver a mi extraño adversario, pero por encima del resplandor de las luces solo se distinguía una silueta imprecisa de rostro invisible.

No había ningún espejo, eso estaba claro (aunque, en aquellos momentos, tan absurda posibilidad parecía lo más aceptable) y, además, los otros caballos eran blancos, no oscuros como los de mi carruaje. Intenté decidir qué hacer a continuación. No había camino alternativo, ya que las rocas que se habían limpiado para dar forma al camino estaban apiladas y creaban una pared de más de un metro de altura a cada lado del sendero. Incluso aunque encontrase un orificio, el terreno contiguo sería tan abrupto que seguiría siendo infranqueable.

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