El camino entre los árboles era empinado. Las yeguas se esforzaban con ahínco para avanzar por el angosto sendero hacia la planta baja del cielo nublado, emitiendo hélices de un vaho fantasmagórico que se fundía con la neblina. El valle aparecía como un foso hondo sin forma definida, sin una sola luz, sin un solo movimiento y sin un solo sonido procedente de las profundidades. Oí un leve quejido procedente del carruaje mientras me adentraba en las nubes envolventes. El vehículo se tambaleó cuando una de sus ruedas pasó por encima de una piedra del camino. Busqué a tientas el revólver de mi abrigo, aunque advertí que el gemido era simplemente el sonido de dos juntas de madera rozándose entre ellas. La nube se hizo más espesa. Los árboles que se veían a los lados del sendero parecían los centinelas enanos de alguna fortaleza fantasma.
Me detuve en medio de un desnivel en el camino. Cuando se estabilizaron sus llamas, las luces emitidas por el carruaje eran como dos conos luminosos que apenas alumbraban más allá de las cabezas tambaleantes de las yeguas, aunque el siseo de las lámparas reconfortaba un poco. Bajo esa luz, volví a examinar los enganches del carruaje. Algunas tiras se habían aflojado, sin duda a causa del balanceo que provocaba el camino escarpado. Tras la inspección, volví a dirigir la luz al frente, pero sus rayos difusos produjeron un efecto de espejo contra la niebla y acentuaron aún más la penumbra.
El carruaje ascendió a través de la niebla e iba dejándola atrás a medida que avanzaba por la superficie cada vez más escarpada del sendero, cuya pendiente se fue estabilizando hasta perfilar un barranco hondo donde la masa de nubes se desvanecía progresivamente. El siseo de las lámparas parecía menos intenso y los rayos de luz se tornaron más afilados. Nos acercamos al desfiladero desde donde se veía la meseta.
Las últimas briznas de niebla desaparecieron al pasar junto a los flancos lustrosos de los caballos y a los lados del carruaje, como dedos nebulosos que se resistían a dejarnos marchar. En el cielo, las estrellas brillaban.
Las cimas grisáceas se erguían a los lados en la oscuridad, afiladas y lejanas. La meseta seguía gris bajo el cielo estrellado, y unas sombras oscuras surgían desde las rocas que nos rodeaban cuando las luces las iluminaban. Las nubes que quedaron atrás formaban un océano difuso, que chocaba contra las islas de las lejanas montañas que nacían de él. Miré hacia atrás y vi las cumbres a lo lejos, al otro lado del valle. Cuando volví a dirigir la vista al frente, solo pude ver las luces del carruaje que venía directamente hacia mí.
Mi reacción inicial perturbó a las yeguas, que se detuvieron bruscamente. Volví a conducirlas hacia delante, intentando calmarme y reprochándome mi nerviosismo infundado. El otro carruaje, con dos luces como el mío, aún se encontraba a cierta distancia, al final del crisol formado por la cumbre del camino.
Puse el revólver en el bolsillo interior de mi abrigo y sujeté las riendas con firmeza, forzando a las exhaustas yeguas a un trote lento que les costó mantener a pesar de que el camino ya no era ascendente. Las luces que venían de frente eran como dos estrellas doradas que cada vez se encontraban más cerca.
Hacia el centro de la llanura, en medio de un pedregal, nuestros carruajes redujeron la marcha. La anchura del camino solo permitía el paso de un vehículo, a pesar de que las piedras de mayor tamaño habían sido apartadas para trazar el recorrido del sendero. Había una pequeña zona de paso ovalada, más ancha que el resto del camino, a igual distancia entre mi carruaje y el otro. En aquel momento ya podía distinguir a los dos caballos blancos que tiraban del vehículo y, a pesar de las luces, pude vislumbrar una silueta sentada en la cabina. Tiré de las riendas para reducir la marcha, de forma que los dos carruajes se cruzasen en el tramo ensanchado. Mi semejante pareció pensar lo mismo porque también aminoró la velocidad.