Читаем El puente полностью

Me paso las horas siguientes vagando por diversas galerías pequeñas de una sección lejana del puente, bastante apartada de las zonas que suelo frecuentar. Las galerías son oscuras y rancias, y los guardas parecen sorprendidos de que alguien quiera acudir a contemplar sus exposiciones. No encuentro nada que me satisfaga; todas las obras parecen desgastadas y pasadas; los cuadros, descoloridos y las esculturas, desinfladas. No obstante, todavía resulta más decepcionante la aparentemente enfermiza visión distorsionada de la forma humana que todos los artistas parecen compartir. Los escultores la han transformado en una imagen estrambótica semejante a la de las propias disposiciones del puente; los muslos parecen artesones, los torsos se convierten en tubos estructurales y las extremidades son vigas tensadas. Las articulaciones de los cuerpos están construidas con remaches pintados de rojo, y las vigas tubulares son miembros que emergen hacia grotescos conglomerados de metal y erupciones tumorosas de celdas veteadas. Las pinturas exhiben más o menos el mismo tipo de inquietud artística; una muestra el puente como una línea de enanos deformes en pie entre aguas residuales o sangre, con los brazos entrelazados; otra muestra una única formación tubular con serpenteantes venas azules que destacan bajo la superficie ocre, y pequeños hilos de sangre que emergen de cada uno de sus remaches.


Justo bajo esta parte del puente se encuentra una de las pequeñas islas que sirven de soporte a una de cada tres secciones.

Dichas islas son más o menos regulares en lo que respecta a la superficie y el tamaño aproximados, pero varían en la forma y en el uso. En algunas hay viejas minas y cuevas subterráneas, otras están cubiertas casi en su totalidad por trozos de hormigón que se desprenden de la estructura y por fosos circulares que parecen viejos emplazamientos de armas. Algunas son la base de edificios en ruinas, antiguas bocas de pozo o viejas fábricas derruidas. La mayoría de las islitas tiene un puerto en un extremo, y algunas no muestran signo alguno de vida humana, sin construcciones de ningún tipo, con simples extensiones verdes recubiertas de algas marinas.

No obstante, tienen en común un misterio: cómo pudieron llegar ahí. Parecen naturales, pero, juntas, vistas desde su lineal uniformidad, las islas comparten una especie de patrón, un orden innatural que las hace incluso más extrañas que el puente, al que, de forma intermitente, sirven de soporte.

Lanzo una moneda por la ventana del tranvía que me lleva a casa. Puedo ver cómo su brillo se adentra en el mar, no en una de las islas. Otros dos pasajeros también lanzan monedas, y por un momento, tengo la breve y absurda visión del aspecto del mar en el futuro: aguas repletas de monedas, rebosantes de los residuos monetarios de deseos pedidos, en torno a los huesos huecos de metal de un puente rodeado por un sólido desierto de dinero.


De nuevo en mi apartamento, antes de irme a la cama, observo durante un rato al hombre de la cama de hospital. Miro su imagen granulosa y gris con tanta atención y tanto tiempo que casi caigo hipnotizado por esa estampa quieta e inexpresiva. Arraigado en la oscuridad del anochecer, con la mirada fija, me parece que no estoy mirando una pantalla fosforescente de cristal, sino más bien una lámina de metal brillante, con un grabado lineal veteado en una resplandeciente tabla de acero.

Espero a que suene el teléfono.

Espero a que vuelvan los aviones.

Entonces, aparece una enfermera, la misma de antes, con la misma bandeja metálica. Se rompe el hechizo, se quiebra la ilusión de la pantalla de acero.

La enfermera prepara la jeringuilla otra vez y frota el brazo del hombre con un algodón. Me estremece un escalofrío, como si ese alcohol, ese néctar, recorriese mi cuerpo entero y me congelase la sangre.

Cuatro

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