– Se ha ido al club. Pero ya hace un buen rato de eso. Ya debe de estar en casa.
– Perfecto. Vamos, entonces. -Empieza a caminar hacia las escaleras. La señorita Arrol me mira y se encoge de hombros.
– Tengo que marcharme, señor Orr.
– No se preocupe.
– Me ha gustado hablar con usted.
– El placer ha sido mutuo.
Vuelve la mirada hacia al borde de las escaleras, donde el joven la espera con los brazos en jarras.
– Tal vez tengamos la oportunidad de continuar la conversación otro día -me dice.
– Eso espero.
Se queda allí de pie durante un momento; delgada, ligeramente despeinada, fumando; y emite una exagerada reverencia con un gesto de su mano, tras lo cual se retira, sosteniendo el cigarro en la boca. Una línea de humo gris se retuerce detrás de ella.
Muchos clientes se han marchado ya. La mayor parte de las personas que quedan en el Dissy Pitton's es parte del personal del local. Están apagando luces, limpiando mesas, barriendo el suelo, levantando cuerpos ebrios del mostrador… Me siento y termino mi copa de vino. Está caliente y amargo, pero odio dejar un vaso a medias.
Finalmente, me levanto y sigo el estrecho pasillo que todavía está iluminado, en dirección a las escaleras.
– ¡Señor! -Me vuelvo. Un camarero armado con una escoba tiene el sombrero de ala ancha en sus manos-. ¡Su sombrero! – exclama mientras lo agita, no fuera a ser que yo lo confundiese con la escoba. Agarro el maldito sombrero, convencido de que, si hubiera sido un preciado objeto, lo hubiera vigilado constantemente y me hubiera asegurado de no perderlo, seguramente habría desaparecido para siempre.
En la puerta, el guardia de seguridad, que ya se ha despertado de su cabezadita, está interrogando a Tommy Bouch sobre su identidad y su destino. El ingeniero Bouch parece totalmente incapaz de emitir sonidos coherentes; su rostro muestra una tonalidad verdosa y el guarda tiene dificultad para mantenerlo en pie.
– ¿Conoce a este caballero, señor? -me pregunta. Niego con la cabeza.
– No lo había visto nunca -respondo, mientras le planto el sombrero en las manos-. Pero se dejó esto dentro.
– Ah, gracias, señor -dice el guardia. Sostiene el sombrero frente al rostro del ingeniero para que pueda verlo (o verlos, porque seguramente vea doble)-. Mire, señor, su sombrero.
– Graciash -consigue pronunciar Bouch justo antes de transferir el contenido de su estómago a la copa del sombrero. Y gracias a su ala ancha, no salpica demasiado.
Me alejo caminando, con una extraña sensación de triunfo. Tal vez por eso lo quería con tanta insistencia.
– ¿Que no está?
– Oh, Dios mío, cuánto lo siento, señor Orr. Estoy terriblemente desolado, pero no. No está.
– Pero si tengo…
– Sí, tenía visita, lo sé, señor Orr. Lo tengo aquí anotado, ¿ve?
– Bien, entonces, ¿cuál es el problema?
– Reunión urgente de la Junta Administrativa del Comité de Investigación del Subcomité Primario. De verdad lo siento, pero es muy importante. El doctor está muy ocupado estos días, señor. Tiene muchísimos compromisos. No se lo tome como algo personal, señor Orr.
– No, si yo no…
– Es que las cosas funcionan así, simplemente. A nadie le gustan estos asuntos administrativos, pero es un trabajo que debe hacerse.
– Sí, si yo…
– Podría haber sucedido en la hora de visita de cualquier paciente y, precisamente, le ha tocado a usted.
– Le agradezco…
– No se lo tome como algo personal. Son esas cosas que pasan.
– Sí, por supuesto…
– Y, por supuesto, esto no guarda relación alguna con el hecho de que no le notificásemos que habíamos trasladado la consulta el otro día. Ha sido una mera coincidencia. Podría haber ocurrido con cualquier persona del mundo. Simplemente, tuvo usted mala suerte. Le prometo que no se trata de nada personal.
– Yo…
– No debe tomárselo así.
– ¡Que no me lo tomo así!
– Ay, señor Orr, no sea tan quisquilloso, que no es para tanto.
Fuera, recuerdo el accidentado viaje en ascensor de ayer y tomo la misma dirección, buscando la inmensa ventana circular opuesta a la entrada del ascensor decrépito en forma de «L».
Cada vez más frustrado e incrédulo, deambulo durante más de una hora entre la penumbra de techos altos de la estructura superior. Paso frente a las mismas estatuas de antiguos burócratas y bajo las mismas banderas, colgando como redes gruesas de barcos majestuosos, pero no encuentro la ventana circular ni al viejo ascensorista con su barba, ni el ascensor. Un recepcionista mayor, cuyos galones atestiguan que es un veterano de al menos treinta años de servicio, me mira atónito cuando le describo el ascensor y al anciano encargado de hacerlo funcionar.
Finalmente (el doctor no estaría nada contento si se enterase), me rindo.