El guardia de seguridad de la entrada se ha dormido de pie, apoyado contra la pared del local, con los brazos cruzados y la cabeza gacha. La visera de su gorra le protege los ojos de la luz del cartel de neón que cuelga sobre la puerta. Está roncando. Entro sin despertarlo y subo por dos pisos oscuros y desiertos, hacia donde suena el ruido indicador de que la fiesta continúa.
– ¡Orr! ¡El mismo que viste y calza! -Brooke se acerca con pasos inestables entre la gente y el conjunto balanceante de mesas, sillas, butacas y pantallas suspendidas. Tropieza con un cuerpo tumbado en el suelo.
En el Dissy, los borrachos rara vez permanecen en las mesas durante mucho rato. Normalmente, terminan tumbados en algún rincón del bar, tentados por el interminable suelo de teca a gatear conducidos por un instinto hondamente arraigado de curiosidad infantil, o tal vez por el deseo de fingir ser babosas reptantes.
– Qué bien que hayas venido, Orr -exclama Brooke, cogiéndome del brazo. Le echa un vistazo al sombrero de ala ancha que he elegido para la ocasión-. Bonito sombrero -observa mientras me lleva a una mesa apartada.
– Sí -afirmo, extendiéndoselo-. ¿Quién lo quería? ¿Y para qué?
– ¿Cómo? -se detiene, le da la vuelta al sombrero y mira dentro de la copa, atónito, como buscando alguna pista.
– Me dijiste que debía venir con un sombrero de ala ancha, ¿recuerdas? -le digo-. Antes, me pediste que lo trajera.
– Mmm… -murmura Brooke mientras me conduce a una mesa de tres o cuatro personas. Reconozco a Baker y a Fowler, dos ingenieros colegas de Brooke. Se encuentran en pleno proceso de intentar levantarse. Brooke aún parece perplejo. Estudia atentamente el sombrero.
– Brooke -apunto, intentando que no se delate la exasperación en mi voz-, tú me pediste que trajera el maldito sombrero, no hace ni media hora. No puedes haberlo olvidado.
– ¿Estás seguro de que eso ha sido hoy? -pregunta Brooke con cierto escepticismo.
– Brooke, ¡me has llamado por teléfono! Me invitaste a venir aquí. Me dijiste…
– Ay, mira -prosigue Brooke, eructando e inclinándose por una botella-, tomemos un poco de vino y pensemos en ello. -Me planta una copa en las manos-. Tenemos que ponernos al día.
– Bueno, me temo que no hay nada que hacer.
– No estás enfadado, ¿verdad, Orr? -pregunta Brooke mientras me sirve el vino.
– No. Simplemente, estoy sobrio. Los síntomas son similares.
– Estás enfadado.
– No. No lo estoy.
– ¿Por qué estás enfadado?
¿Por qué me da la impresión de que Brooke no me está escuchando? En ocasiones, me pasa. Hablo con una persona, pero una especie de vacío parece cernirse sobre ella, como si su rostro fuese realmente una máscara que oculta al verdadero interlocutor, que tiene la nariz pegada a la careta como un niño al escaparate de una tienda de dulces; pero, cuando le hablo sobre un asunto complicado o inaceptable, es como si la otra persona separase la cara de la máscara y se volviese hacia su interior y representara la acción mental equivalente a quitarse los zapatos y poner los pies en alto, tomarse una taza de café y descansar durante un rato, para volver solo en el momento en que esté preparada para asentir de forma inapropiada con la cabeza y emitir cualquier observación totalmente irrelevante, carente de fundamentos. Puede que sea cosa mía. Tal vez solo yo causo ese efecto en los demás. Quizá a nadie más le ocurre lo mismo.
En fin, supongo que esa idea resulta algo paranoica y posiblemente se trate de una de esas cosas que, cuando uno ostenta el valor suficiente como para comentarlas con otras personas, resultan ser extremadamente comunes, por no decir universales. (Ah, sí, también me ha sucedido. ¡Pensaba que esas cosas solo me pasaban a mí!)
Entretanto, los ingenieros Baker y Fowler han conseguido levantarse y ponerse los abrigos. Brooke está hablando con suma seriedad con el ingeniero Fowler, que parece tremendamente sorprendido. Pero entonces, este último parece iluminarse y emite una afirmación a la que Brooke asiente antes de volver conmigo.
– Bouch -me dice, justo antes de coger su chaqueta del respaldo de una silla.
– ¿Qué? -pregunto.
– Tommy Bouch -dice Brooke mientras se pone la chaqueta-. Él era quien quería el sombrero.
– ¿Para qué?
– No lo sé, Orr -admite Brooke.
– Bueno, ¿y dónde está? -pregunto, mirando por todo el bar.
– Se marchó hace un rato -contesta Brooke. Se abrocha la chaqueta. Fowler y Baker lo esperan a una distancia prudencial.
– ¿Os marcháis los tres? -pregunto, más bien tontamente.
– Tenemos que hacerlo -dice Brooke, tras lo que me sujeta el brazo y me susurra en alto-. Tenemos cita urgente en casa de la señora Hanover.