Читаем El puente полностью

– Estoy buscando la Biblioteca de Archivos y Material Histórico de la Tercera Ciudad -respondo pausadamente. El hombre señala, con el megáfono, el panorama caótico que tiene detrás.

– ¡Y nosotros también, imbécil! ¡Hay que joderse! ¡Largo de aquí! -Lanza el megáfono hacia mi pecho y se da la vuelta, furioso; tropieza con uno de los cuerpos de una camilla y corre hacia los hombres que manipulan la bomba gigante. El viejo ascensorista y yo nos miramos. Cierra las puertas.

– Qué tipo más descortés, ¿eh, señor?

– Parecía algo nervioso, sí.

– ¿A la plataforma del tren, señor?

– Mmm… Ah, sí, por favor. -Vuelvo a sujetarme al pasamanos mientras descendemos-. Me pregunto qué le habrá pasado a la biblioteca.

– A saber, señor -añade el anciano, encogiéndose de hombros-. En estas zonas tan altas siempre pasan cosas curiosas. He visto cada caso… -Niega con la cabeza y murmura-: Se sorprendería, señor.

– Sí -reconozco a mi pesar-, probablemente sí.


Por la tarde, en el club de frontón, gano un partido y pierdo otro. Los aviones y sus extrañas señales son el único tema de conversación; la mayor parte de los socios del club (profesionales y burócratas) perciben el extraño vuelo no autorizado como una atrocidad injustificada frente a la que hay que tomar medidas. Pregunto a un periodista si se ha enterado de un terrible incendio en la planta que presuntamente alojaba la Biblioteca de la Tercera Ciudad, pero ni siquiera ha oído hablar de la biblioteca y, desde luego, no tiene noticias sobre ninguna catástrofe en la parte superior de la estructura del puente. Consultará con sus fuentes.

Desde el club, llamo a Reparaciones y Mantenimiento para dar parte de las averías de mi televisor y mi teléfono. Como algo en el club y voy al teatro por la noche, a ver una obra poco inspirada sobre la hija de un guardavía, enamorada de un turista que resulta ser el hijo de un jefe ferroviario que va a casarse y quiere tener una última aventura amorosa. Me marcho al finalizar el segundo acto.


En casa, mientras me desvisto, un trozo de papel arrugado se cae de uno de mis bolsillos. Es el diagrama que la recepcionista de la clínica me dibujó para mostrarme el camino hasta la nueva consulta del doctor Joyce. Es algo así:

Me quedo mirándolo, con cierta confusión. La cabeza me da vueltas mientras la estancia parece inclinarse, como si todavía me encontrase en el ascensor en forma de «L» con el viejo ascensorista, ejecutando otra maniobra no programada y peligrosa por el hueco del ascensor. Por un momento, mis pensamientos se revuelven, mezclados como las señales de humo emitidas por los extraños aviones de la mañana (y, por un instante, mareado y tambaleante, yo también me siento turbio e indefinido, como una masa caótica y amorfa similar a la neblina que se enrosca entre la enrevesada complejidad del puente y cubre las capas de pintura antigua de sus vigas y sus radios como una transpiración de la propia estructura).

Suena el teléfono, que me resucita bruscamente de mi extraño momento. Descuelgo el auricular, pero lo único que oigo son los mismos tonos regulares de antes.

– ¿Hola? ¿Hola? -digo. Nada.

Cuelgo. Vuelve a sonar y se repite la escena. Esta vez lo dejo descolgado y tapo el auricular con un cojín. Ni siquiera intento poner en marcha el televisor. Ya sé lo que veré.

Mientras me dirijo a la cama, me doy cuenta de que aún sostengo el papel arrugado. Lo tiro a la papelera.

Tres

A mi espalda, el desierto. Al frente, el mar. Uno dorado y el otro azul, dos rivales y yo en el medio. Uno se movía aprisa, estallaba en crestas y ondas, se erguía en blanco y caía para vencer al anaquel de arena, con una especie de respiración regular… El movimiento del otro era más lento, pero inexorable; las inmensas olas de arena caerían también gracias al peine invisible de la mano del viento.

Entre ambos, medio sumergida por ellos mismos, reposaba la ciudad en ruinas.

Erosionadas por la arena y el agua, apresadas como una masa indefinida entre dos ruedas de acero, las piedras de la ciudad se entregaban sumisas a los caprichos del aire.

Yo estaba solo, y caminaba bajo el calor del mediodía, como un fantasma vagando entre las ruinas. Mi sombra yacía a mis pies, hacia atrás, invisible.

Las piedras rojizas se apiñaban en desorden. La mayoría de las calles había desaparecido tiempo atrás, enterrada bajo la invasión de las arenas. Arcos derrumbados, dinteles desplomados y muros derribados luchaban contra las invencibles dunas. En la costa escarpada, crinados por las aguas, más bloques de piedra hacían romper las olas. Algo más adentrados en el mar, torres inclinadas y un fragmento de un arco emergían desde las aguas, lamidos por las olas como huesos de cuerpos de náufragos ahogados.

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