– Bien -dice, entrelazando las manos-. ¿A qué asocia este sueño, Orr?
– Pues, mire -respondo, intentando mosquearle-, no tengo la menor idea. No soy un experto en la materia. ¿Qué opina usted?
El doctor me mira fijamente durante unos instantes. Seguidamente, se levanta de su asiento y lanza el bloc de notas sobre el escritorio. Se acerca a la ventana y se queda allí, de pie; mira hacia fuera y niega con la cabeza.
– Le diré lo que pienso, Orr -prosigue. Se vuelve y me mira-. Creo que ambos sueños, el de hoy y el de ayer, no nos dicen nada.
– Ah -contesto. Y, tras mi convincente intervención, me aclaro la garganta, sin un ápice de alteración-. Bien, entonces, ¿qué hacemos ahora?
Los ojos azules del doctor Joyce brillan con fuerza. Abre un cajón de su escritorio y saca un gran libro con páginas plastificadas y un rotulador. Me los alarga. El libro contiene, en su mayor parte, ilustraciones incompletas y pruebas psiquiátricas de manchas de tinta.
– Vaya a la última página -me indica el doctor.
Obedientemente, paso todas las páginas hasta llegar a la última, que contiene dos dibujos.
– ¿Qué tengo que hacer? -pregunto. La situación me resulta algo infantil.
– ¿Ve las líneas cortas, cuatro en el dibujo superior y cinco en el inferior?
– Sí.
– Debe completarlas formando flechas que indiquen la dirección de la fuerza que las estructuras de la ilustración ejercen sobre esos puntos. -Levanta el brazo cuando abro la boca para formular una pregunta-. Es todo lo que puedo decirle. No se me permite dar pistas ni contestar a nada más.
Cojo el rotulador, completo las líneas como me ha solicitado y le alargo el libro de vuelta al doctor. Lo mira. Asiente. Pregunto:
– ¿Y bien?
– Bien, ¿qué? -Saca un paño de un cajón y limpia el dibujo mientras dejo el rotulador sobre la mesa.
– ¿Lo he hecho bien?
– ¿Qué se entiende por «bien»? -dice con voz áspera mientras se encoge de hombros y vuelve a guardar todo el material en el cajón-. Si fuera una pregunta de examen, la habría contestado bien, de acuerdo, pero esto no es ningún examen. Se supone que debe decirnos algo sobre usted. -Anota algo en el bloc con el pequeño portaminas retráctil.
– ¿Y qué es lo que nos dice sobre mí?
Vuelve a encogerse de hombros, mientras repasa atentamente sus apuntes.
– No lo sé -concluye, negando con la cabeza-. Algo debe de decir, pero no sé el qué. Aún.
Me asaltan unas ganas enormes de atizar un puñetazo a la nariz rosada del doctor Joyce.
– Ya veo -añado-. Espero hacer sido de utilidad para el progreso de la ciencia médica.
– Yo también -afirma el doctor Joyce, echando un vistazo a su reloj-. Bien, creo que es todo por hoy. En cualquier caso, pida hora para mañana, pero si no tiene ningún sueño, llame para cancelar la visita, ¿de acuerdo?
– Dios de mi vida, sí que ha ido rápido, señor Orr. ¿Qué tal? ¿Le apetece un té? -El recepcionista impecablemente aseado me ayuda a ponerme el abrigo-. Ha entrado y salido en menos que canta un gallo. ¿Prefiere una taza de café?
– No, gracias -contesto, mientras veo al señor Berkeley y a su policía esperando en la recepción. El señor Berkeley está tumbado en posición fetal, de costado, en el suelo, frente al policía sentado que apoya los pies sobre él.
– Hoy el señor Berkeley es un reposapiés -me aclara con orgullo el Terrible Recepcionista.
En las zonas de la estructura superior, aireadas y espaciosas, los techos son altos y la alfombra amplia y tupida de los pasillos desérticos desprende un olor regio y húmedo. Los paneles de madera de las paredes son de teca y caoba, y los cristales de las ventanas con marcos de aluminio (que revelan un día gris y un mar cubierto de neblina) lucen una tonalidad azulada, como la del cristal plomizo. En los huecos de las paredes oscuras, viejas estatuas de burócratas olvidados amenazan como fantasmas sombríos, y masas elevadas de banderas colgadas, como redes pesadas extendidas para secarse, se balancean al son de una brisa suave y helada que arrastra el polvo rancio a través de los pasillos altos y oscuros.
A una media hora desde la consulta del doctor, descubro un viejo ascensor frente a una ventana circular gigantesca que da al estrecho estuario, como un reloj analógico despojado de sus agujas. La puerta del ascensor está abierta, y dentro, un anciano canoso duerme sentado sobre un taburete alto. Lleva un abrigo largo de color burdeos con botones brillantes. Tiene los brazos cruzados sobre la barriga y su barbilla, con una impresionante barba, reposa sobre su pecho abotonado, mientras la cabeza plateada se mueve arriba y abajo, con el vaivén de su pesada respiración.
Toso. El viejo sigue durmiendo plácidamente. Golpeo un saliente de la puerta.
– ¿Hola?
Se despierta sobresaltado, descruza los brazos y se pone de pie, junto a los controles del ascensor. Suena un clic y las puertas empiezan a cerrarse, chirriando y crujiendo, hasta que el hombre pone los brazos en las palancas metálicas para volver a abrirlas.
– Vaya. ¡Qué susto me ha dado, señor! Estaba echando una cabezadita. Pase, pase. ¿A qué piso se dirige?