Las paredes están recubiertas de paneles y no tienen ventanas. Están pintadas con eficaces (pero poco convincentes) imágenes de verdes tierras de pasto. El bar es un lugar tranquilo y pequeño, con techos altos y luz tenue, alfombras gruesas y porcelana fina. Me acompañan a mi mesa habitual, en la parte de atrás. Sobre ella, me espera un periódico doblado, cuyo contenido consiste de forma casi íntegra en acontecimientos relativos al puente, como la regularización de las leyes, el mantenimiento de la estructura, el tráfico, las promociones y las muertes de los miembros de su administración, las reuniones sociales, notablemente aburridas y promovidas por las mismas personas, y los arcanos y escasos eventos deportivos, que no gozan de excesiva popularidad.
Pido un plato de pescado ahumado, riñones de cordero, una tostada y un café. Antes de hojear el periódico, echo un vistazo a la pintura de la pared de enfrente. En ella se ve un prado en la ladera de una montaña, bordeado con árboles de hoja perenne y cubierto de flores de colores vivos. Al otro lado del valle, se ven tres colinas lejanas, iluminadas por los rayos del sol.
¿Acaso aquellas escenas existían en algún lugar, o únicamente en la cabeza del pintor?
Me traen el café. Nunca he visto un cafetal, ni tan siquiera un cafeto, en el puente. Y los riñones de cordero también procederán de algún sitio, pero… ¿de dónde? En el puente, se hace referencia al lado en contra de la corriente, al lado a favor de la corriente, a la Ciudad y del Reino… O sea que debe de haber tierra firme (¿qué sentido tendría si no un puente?), pero ¿a qué distancia?
Yo investigué todo lo que me fue posible, teniendo en cuenta las limitaciones de idioma y acceso que la administración del puente impone al investigador aficionado, pero, en todos los meses de trabajo, ni me aproximé a descubrir la ubicación de la Ciudad o del Reino. Sigue siendo un completo enigma.
Mi búsqueda de información, abandonada hace algún tiempo, se está hundiendo indudablemente en las capas del miasma que rezuma la estructura organizativa de las autoridades del puente. Me da la impresión de que todas mis preguntas iniciales sobre el tamaño del puente, sobre los lugares que une y otros aspectos similares habrán pasado de un departamento a otro, se habrán replanteado, precisado, borrado, parafraseado, traspapelado y retransmitido con tanta frecuencia y entre tantos despachos y oficinas, que para cuando alguien haya podido (o querido) responderlas, ya habrán perdido todo el sentido o el significado… y si, por obra de algún milagro, han sobrevivido a semejante proceso sin contaminarse lo bastante como para resultar incomprensibles, toda respuesta, por muy pragmática y concisa que sea, generará con toda certeza una mayor incomprensión en el momento en que llegue a mis manos.
El proceso de investigación me pareció tan frustrante que, por un momento, me planteé seriamente la posibilidad de esconderme en un tren e ir a buscar en persona el maldito Reino o la dichosa Ciudad. Mi brazalete, que me identifica a nivel oficial e informa a los conductores ferroviarios sobre el departamento de la clínica al que deben cargar el importe de mi billete, limita los recorridos que puedo efectuar a dos términos; una docena de secciones del puente, o lo que es lo mismo, unos veinte kilómetros en ambos sentidos. No es una distancia menospreciable, pero es una restricción al fin y al cabo.
Decidí no convertirme en un polizón; creo que es más importante recuperar los territorios perdidos de mi cabeza antes que explorar las tierras lejanas de por aquí. Me quedaré donde estoy y tal vez me marche cuando esté curado.
– Buenos días, Orr.
Me reúno con el señor Brooke, un ingeniero que conocí en la clínica. Es un hombre de baja estatura, sombrío, que parece encontrarse bajo una presión constante. Se deja caer en la silla que está frente a mí, con el ceño fruncido.
– Buenos días, Brooke.
– ¿Has visto esa mierda de…? -Su entrecejo se arruga aún más.
– ¿Aviones? Sí, ¿y tú?
– No, solo el humo. Menuda gracia.
– Te molesta, veo.
– ¿Molestarme? -Brooke parece sorprendido-. Yo no soy nadie para que me molesten las cosas, pero he llamado a un colega de Tráfico Marítimo y Programación de Horarios, y allí no sabían nada de esos… aviones. La maniobra estaba totalmente desautorizada. Rodarán cabezas, y si no me crees, al tiempo.
– ¿Hay leyes en contra de lo que han hecho?
– Más bien es que no hay leyes que lo permitan, Orr, ahí está el tema. La gente no puede ir donde le dé la gana sin más. Hay que mantener una… estructura. -Niega con la cabeza, con un gesto desaprobatorio-. Orr, a veces tienes unas ideas muy raras.
– No sabes cuánta razón tienes.