Desde las ventanas de la habitación, veo un día luminoso, con el cielo muy azul. Una formación aérea sobrevuela el puente, desde la dirección donde se encuentra el Reino. Se trata de tres aviones, idénticos, de aspecto pesado y voluminoso. Son monoplanos monomotores, volando uno por encima del otro. El que se encuentra más abajo está prácticamente a mi altura, el siguiente a unos quince metros por encima, y este, a su vez, está quince metros por debajo del avión más alto. Pasan de largo, con los motores rugiendo y las hélices girando a toda velocidad, como si fueran discos de cristal brillantes. De cada una de sus colas emergen ráfagas aleatorias de humo oscuro. Las pequeñas nubes que forman se sostienen en el aire, ensartadas como un extraño código cifrado. Una larga estela de señales de humo marca el recorrido de los aviones y desaparece hacia el lado de la Ciudad, como una especie de cerco suspendido en el aire.
La situación me sorprende y me entusiasma. Desde que estoy en el puente, no había visto ni oído aviones. Ni siquiera había oído a nadie hablar de ellos, ni tampoco de barcos voladores, que los ingenieros y científicos del puente son obviamente capaces de diseñar, construir y hacer funcionar.
Los aviones no tenían tren de aterrizaje, al menos a la vista, ni flotadores. Y no parecían poder despegar desde el agua. Supongo que tendrían algún sistema retráctil de ruedas y que procedían de algún aeropuerto de tierra firme, lo cual resultaría cuando menos alentador.
Las nubes de humo se mezclan con el viento suave que sopla hacia la Ciudad. A medida que los aviones se alejan, se disipan en el gran cielo azul. El ruido de los motores va perdiendo intensidad hasta desaparecer también. Las bocanadas de humo parecen seguir un vago patrón; están agrupadas en líneas de tres, separadas entre ellas por un espacio similar. Observo el movimiento gradual de los grupos de nubes, como esperando que formen letras o números, o alguna otra forma identificable, pero a los pocos minutos, lo único que queda es una cortina tenue de aire que se dirige lentamente a la zona de la Ciudad, como una gigantesca bufanda de gasa deteriorada.
Agito la cabeza.
Ya en la puerta, recuerdo el extraño funcionamiento del televisor, pero cuando intento llamar a mantenimiento, el teléfono tampoco se encuentra operativo; transmite una serie de pitidos lentos, no del todo regulares. Es hora de irme. Aunque el mundo -el puente, en todo caso- se esté volviendo loco, un hombre no debe dejar de desayunar.
En la puerta del ascensor, reconozco a un vecino. Observa la aguja de latón que indica los pisos y golpea el suelo impacientemente con un pie. Lleva el uniforme de un directivo superior de programación de horarios. Da un respingo, asustado. La alfombra debe de haber silenciado mis pasos.
– Buenos días -lo saludo, mientras la aguja desciende lentamente. El tipo gruñe, saca su reloj de bolsillo y lo mira. Acelera los golpes con el pie-. Supongo que no ha visto los aviones, ¿no? -pregunto. Me mira con una extraña expresión.
– ¿Perdón?
– Los aviones. Un grupo de aviones que ha pasado por… No hace ni diez minutos.
El hombre me mira, incrédulo. Parpadea repetidas veces mientras echa un vistazo rápido a mi muñeca. Ve el brazalete de la clínica. El ascensor llega.
– Ah, sí -dice el directivo-. Los aviones, claro. -Las puertas se abren lentamente, y el hombre mira en el interior del ascensor mientras le hago una seña para que entre él primero. Consulta de nuevo su reloj, masculla una disculpa y se aleja a toda prisa por el pasillo.
Bajo solo. En un banco circular, forrado de cuero, observo la superficie ondeante de un acuario situado en una esquina, mientras el ascensor desciende por el puente. Junto a la puerta, hay un teléfono. Lo descuelgo.
El aparato de metal es pesado. De entrada, no oigo nada, pero después suenan unos pitidos que me recuerdan a los que salían del teléfono de mi apartamento. Rápidamente, los tonos cesan para dar paso a la voz de un operador algo seco.
– ¿Sí? ¿Qué desea? -Siento cierto alivio al escucharlo.
– ¿Cómo dice?
El ascensor aminora la velocidad al acercarse a la planta a la que me dirijo.
– Nada, no importa. -Cuelgo el aparato.
Abandono el ascensor por un soportal de una de las plataformas superiores del puente. Comienzo a caminar a paso ligero por la calle, donde las tiendas empiezan a vender el género fresco, recién llegado en los trenes de mercancías de primera hora de la mañana. Me detengo en un pequeño puesto de flores y escojo un clavel que contraste armónicamente con el reloj y la corbata. Acto seguido, me dirijo al bar Inches para tomar el desayuno.