Detrás de mí, sentados a una mesa ovalada acordonada por un rectángulo, veintitantos burócratas y sus ayudantes discuten acaloradamente sobre un complicado punto del día surgido durante la reunión, relativo a la estandarización de especificaciones contractuales en convocatorias a concurso para vías de locomotoras de carbón de alta velocidad (de polvo de carbón, por aquello de la prevención de incendios), según informa una pancarta situada dentro de la zona acordonada.
El ascensor desemboca en una calle abierta, situada sobre la plataforma principal. Es una avenida para peatones y bicicletas, con el suelo metálico, que fragua un camino relativamente recto entre la propia estructura del puente y la caótica y desordenada proliferación de tiendas, cafés y quioscos que bullen en este nivel.
La calle, que ostenta el majestuoso nombre de Boulevard Queen Margaret, se extiende próxima al eje exterior del puente. Sus edificios interiores forman parte del borde inferior del zigurat de arquitectura secundaria erguido sobre la estructura original. Los bordes exteriores colindan con las vigas principales y, en espacios intermitentes, ofrecen vistas del mar y del cielo.
La calle, larga y estrecha, me recuerda a las de las ciudades antiguas, donde edificios emplazados sin criterio alguno, como caídos del cielo, encerraban la propia vía pública y al enjambre de personas que esta amparaba. Aquí la imagen no resulta excesivamente diferente: la gente se mueve a empujones, caminando, en bicicleta, empujando cochecitos de bebé o tirando de carritos de la compra, charlando en sus distintos idiomas, vestida de civil o luciendo uniforme, y formando una masa densa de movimiento confuso donde la circulación fluye en ambas direcciones a la vez, y también a través del torrente principal, como glóbulos rojos en una arteria enloquecida.
Me quedo de pie en la plataforma elevada que hay a la salida del ascensor.
Por encima del bullicio, los continuos siseos y sonidos metálicos, las bocinas y los silbatos de los trenes del andén inferior suenan como chillidos de un submundo mecánico, mientras, de vez en cuando, un estruendo y un traqueteo tembloroso anuncian la llegada de un tren que pasa por un nivel inferior, acompañado de grandes nubes de vapor blanco que ascienden por la calle.
Arriba, donde debería estar el cielo, se ven las vigas del puente alto, oscurecidas por las humaredas de vapor ascendente, y atenuadas por la luz de sus propios caparazones de despachos y habitaciones infestados de gente. Se erigen como observando la tosca irreverencia de estas construcciones poco meditadas, con la majestuosidad y el esplendor propios del techo de una gran catedral.
Un coro histérico de pitidos crece desde un lado: un cochecito propulsado por un hombre se adentra en la multitud. Es un taxi para ingenieros. Solo los cargos importantes y los representantes de gremios eminentes tienen acceso a este tipo de vehículos. Las personas de clase acomodada pueden utilizar turismos, aunque en realidad pocas lo hacen, porque los ascensores y los tranvías locales son más rápidos. La única alternativa restante es la bicicleta, pero como las ruedas pagan impuestos en el puente, el único transporte relativamente económico para la mayoría es el monociclo. Y los accidentes proliferan.
La metralla de pitidos que precede al taxi emana de los pies del chico uniformado que lo maneja. En los talones de sus zapatos hay sendas bocinas que advierten a los demás de su presencia.
Me detengo en un café para pensar qué puedo hacer después de comer. Podría ir a nadar (hay una piscina que está muy bien, con poca gente, un par de niveles por debajo de mi apartamento) o podría llamar por teléfono a mi amigo Brooke, el ingeniero. Él y sus colegas acostumbran a jugar a las cartas por las tardes, cuando no se les ocurre nada mejor que hacer. O tal vez podría tomar un tranvía local e ir en busca de nuevas galerías: hace más o menos una semana que no compro ningún cuadro.
Un agradable hormigueo de anticipación me recorre el cuerpo mientras contemplo formas de pasar el tiempo tan seductoras. Dejo el establecimiento tras tomar un café y un licor, y me vuelvo a mezclar entre la masa de gente.
Lanzo una moneda desde el tranvía que me conduce a mi sector del puente mientras lo recorremos. La tradición asegura que lanzar cosas desde el puente trae buena suerte.
Ya es de noche. Detrás de mí, una agradable tarde de natación, cena en el club de frontón y un paseo a pie por el puerto. Estoy un poco cansado, pero al ver los grandes yates balanceándose en el agua, en el tranquilo puerto deportivo, he tenido una idea.
Me tumbo en la chaise-longue de mi sala de estar y reflexiono sobre la forma exacta que debe tener el próximo sueño que contaré al doctor.