La clínica donde se encuentra la consulta del doctor se alza con majestuosidad sobre la estructura principal, prominente como un tumor en pleno desarrollo. Desde donde estamos, la elegancia del puente parece inexistente, desordenada, incluso excesivamente sólida.
Sus laterales inclinados, rojizos y corrugados, se elevan desde el pedestal de granito que nace del mar, a unos trescientos metros hacia abajo. La estructura entramada da lugar a diversas plataformas, huecos de ascensor, chimeneas, vigas, pasarelas, tuberías, antenas y banderas de todos los tamaños, formas y colores. Hay edificios pequeños y grandes, despachos, talleres, viviendas y tiendas, todos ellos fijados como lapas angulosas de metal, vidrio y madera, a los grandiosos tubos y listones entretejidos del propio puente, revueltos y apiñados entre los miembros de la estructura original, pintados de rojo, como si fueran hernias quebradizas nacientes de inmensos grupos musculares.
– ¿Qué es lo que ve? -me pregunta el doctor Joyce. Me inclino hacia delante, como si me hubieran pedido un análisis exhaustivo de alguna acuarela famosa.
– Veo un puto puente enorme, doctor.
El doctor Joyce suelta la cuerda de los estores, dejándolos abiertos. Toma aire y vuelve a sentarse en su escritorio, mientras garabatea no sé qué en su bloc de notas. Lo sigo.
– Su problema, Orr -asegura mientras escribe-, es que no se hace las preguntas suficientes.
– Ah, ¿no? -inquiero inocentemente. ¿Será una opinión profesional o simplemente un insulto personal?
En la ventana, un andamio de limpiacristales aparece desde arriba. El doctor Joyce parece no darse cuenta. El hombre del andamio golpea la ventana.
– Creo que van a limpiarle la ventana, doctor -le advierto. El doctor echa un rápido vistazo. El limpiacristales golpea alternativamente la ventana y su reloj de muñeca. El doctor vuelve a su bloc de notas, negando con la cabeza.
– No, ese es el señor Johnson -me aclara. El hombre del andamio tiene la nariz pegada al cristal.
– ¿Otro paciente?
– Sí.
– Déjeme adivinar. Cree que es un limpiador de ventanas.
– En realidad, lo es, Orr. Y muy bueno. Sencillamente, se niega a volver a entrar. Se ha pasado los últimos cinco años en ese andamio, y las autoridades están empezando a preocuparse por él.
Miro al señor Johnson con un recién adquirido respeto. Qué agradable es ver a un hombre tan feliz con su trabajo. Su andamio está viejo y desordenado. Tiene botellas, latas, una pequeña maleta, una lona y algo parecido a un catre plegable en uno de los extremos, todo ello contrapesado por una amplia variedad de material de limpieza en el otro extremo. Vuelve a golpear la ventana con la escobilla de goma.
– Y para sus sesiones, ¿entra él o sale usted? -le pregunto al doctor mientras me acerco a la ventana.
– Ni lo uno, ni lo otro. Hablamos a través de la ventana abierta -responde el doctor mientras guarda el bloc de notas en un cajón. Cuando me vuelvo a mirarlo, está de pie, mirando el reloj-. De todas formas, llega muy pronto. Ahora tengo una reunión con el comité. -Intenta explicarle eso mismo al señor Johnson con gestos, mientras este agita la muñeca y se acerca el reloj al oído.
– Y, ¿qué pasa con el pobre señor Berkeley, sentado a modo de asiento?
– También tendrá que esperar. -El doctor saca unos papeles de otro cajón y los coloca en una carpeta.
– Qué lástima que el señor Berkeley no crea ser una hamaca – observo, mientras el señor Johnson sube el andamio y desaparece de mi vista -, así podrían esperar juntos.
El doctor me lanza una mirada furiosa.
– Salga de aquí, Orr.
– Claro, doctor. -Me acerco a la puerta.
– Vuelva mañana si tiene más sueños.
– De acuerdo. -Abro la puerta.
– ¿Sabe una cosa, Orr? -dice el doctor, muy serio, guardando el portaminas de nuevo en su bolsillo-. Se da usted por vencido con demasiada facilidad.
Pienso un segundo en sus palabras y asiento.
– Tiene razón, doctor.
En la antesala, el Terrible Recepcionista me ayuda a ponerme la chaqueta, que ha cepillado meticulosamente durante mi sesión con el doctor.
– Bien, señor Orr, ¿qué tal le ha ido hoy? Bien, espero. ¿Sí?
– Muy bien. Estoy progresando, a grandes pasos y con profundas conversaciones.
– Ah, fantástico. Parece entonces que vamos por muy buen camino, ¿no es así?
– Completamente insuperable.
Tomo uno de los ascensores principales que descienden de la clínica a pie de calle, sobre la plataforma de rodaje. Allí, rodeado de gruesas alfombras, arañas de luces tintineantes y brillantes obras de grabado en madera de caoba, con un capuchino que he pedido en el bar, me pongo a escuchar al cuarteto de cuerda que está tocando, enmarcado en las ventanas externas de la inmensa habitación que sigue descendiendo poco a poco.