Читаем El puente полностью

Sobre las puertas vacías y las ventanas cubiertas de arena, había frisos cincelados con figuras y símbolos. Estudié atentamente aquellas curiosas imágenes, apenas legibles, en un intento de descifrar sus patrones lineales. La arena arrastrada por el viento había erosionado algunos muros hasta el punto de que el grosor de la piedra era menor que la profundidad de los símbolos. El cielo azul brillaba a través de las ruinas rojizas.

Conozco este lugar, me dije a mí mismo. «Te conozco», dije a lo que quedaba de ciudad.

Una colosal estatua se alzaba a cierta distancia del conjunto de ruinas. Representaba a un hombre, de un tamaño tres o cuatro veces superior al normal, mirando en diagonal entre la línea de la costa y el centro de las calladas ruinas. Sus brazos se habían caído tiempo atrás, se notaba por los muñones, redondeados por la erosión del viento y la arena. Por la espalda y uno de los costados, tanto el cuerpo como la cabeza mostraban los efectos de las inclemencias del entorno con el paso de los años. Pero de frente, y por el otro lado, todavía podían apreciarse los detalles de la escultura; un torso desnudo, con una considerable tripa, y el pecho cubierto de cadenas, joyas y gruesos collares. La cabeza era grande, con muy poco pelo, y llevaba pendientes y tachuelas en nariz y orejas. La expresión de aquel rostro desgastado por el tiempo me pareció intraducible, lo mismo que los símbolos cincelados en las ruinas; tal vez denotaba crueldad, tal vez amargura, tal vez una indiferencia insensible frente a todo, excepto quizá frente a la arena y el viento.

– ¿Mofa? ¿Moca? -Sin apenas darme cuenta, de mi boca emanó un susurro dirigido a aquellos ojos de piedra. El gigante no respondió. Mi voz se perdió con el viento, despacio. Los nombres también desaparecen. Primero se alteran, después se reducen y al final se olvidan.

En la playa que se veía frente a la ciudad, a cierta distancia de la mirada pétrea de la estatua, vi a un hombre. Era de estatura baja, cojo y jorobado, y yacía de rodillas sobre las olas que morían en la arena, mojando sus harapos en el mar, mientras golpeaba la superficie del agua con una especie de látigo pesado, con cadenas, y reflexionaba en voz alta.

Su cabeza se hundía bajo el peso de su espalda deforme. Su cabello, largo y mugriento, se abatía enmarañado sobre las olas y, de vez en cuando, como un pelo grisáceo que irrumpía desde aquella imprecisa masa oscura, una larga hebra de saliva caía en el agua y se alejaba mar adentro.

No dejaba de levantar y dejar caer el brazo derecho, batiendo las olas con su mayal, un instrumento pesado, de escasa longitud, con una lustrosa asa de madera y una decena de cadenas de acero oxidadas. Las aguas que lo rodeaban formaban espuma y burbujas bajo su ataque firme e incesante, y se enturbiaban con los granos de arena de la orilla.

El jorobado detuvo los azotes durante un momento, se movió ligeramente hacia un lado (como un cangrejo), se limpió la boca con el puño y reanudó su actividad; mientras farfullaba sin cesar, las cadenas se levantaban, subían, caían y chocaban contra el agua. Me quedé de pie en la orilla, tras él, mirándolo durante un buen rato. Volvió a detenerse, se limpió la cara de nuevo, y dio otro paso hacia un lado. Una ráfaga de viento agitó su vestimenta andrajosa y su pelo grasiento y enredado. Mi propia ropa fue golpeada por la misma racha de aire y, posiblemente, el jorobado notó entonces mi presencia, porque no retomó su acción de inmediato. En lugar de ello, movió levemente la cabeza, como intentando localizar algún débil sonido. Me pareció que quiso enderezar su espalda retorcida, pero desistió al momento. Se volvió lentamente, mediante una sucesión de pequeños pasos laterales, como si tuviera los pies anclados a un eje. Finalmente, se detuvo cuando nos encontramos cara a cara. Elevó la cabeza muy despacio, hasta que pudo mirarme a los ojos. Entonces se levantó, con las olas aún rompiendo en sus rodillas y el mayal colgando de su mano contraída.

Apenas se le veía el rostro entre la embrollada masa de cabello que se dejaba caer hacia el agua, como si de otra cadena se tratase. Su expresión era inextricable. Esperé a que hablase, pero se quedó callado, pacientemente, hasta que al final dije:

– Perdóneme. Continúe, continúe.

No medió palabra durante un rato. Ni siquiera dio señales de haberme oído, como si una corriente de aire fluyese entre los dos. Pero entonces, contestó con una voz sorprendentemente cálida:

– Es mi trabajo, ¿sabe? Me han contratado para hacer esto.

– Ah, claro -asentí. Esperé alguna explicación adicional. De nuevo, pareció oír mis palabras bastante después de haberlas pronunciado. Al cabo de un rato, empezó a decir:

– Verá: una vez, un gran emperador…

Entonces su voz se desvaneció y guardó silencio durante unos instantes. Esperé. Después negó con la cabeza y volvió a arrastrarse en círculo hasta encontrarse de nuevo frente al azul horizonte. Le grité, pero no dio señales de haberme oído.

Перейти на страницу:

Похожие книги

Rogue Forces
Rogue Forces

The clash of civilizations will be won ... by thte highest bidderWhat happens when America's most lethal military contractor becomes uncontrollably powerful?His election promised a new day for America ... but dangerous storm clouds are on the horizon. The newly inaugurated president, Joseph Gardner, pledged to start pulling U.S. forces out of Iraq on his first day in office--no questions asked. Meanwhile, former president Kevin Martindale and retired Air Force lieutenant-general Patrick McLanahan have left government behind for the lucrative world of military contracting. Their private firm, Scion Aviation International, has been hired by the Pentagon to take over aerial patrols in northern Iraq as the U.S. military begins to downsize its presence there.Yet Iraq quickly reemerges as a hot zone: Kurdish nationalist attacks have led the Republic of Turkey to invade northern Iraq. The new American presi dent needs to regain control of the situation--immediately--but he's reluctant to send U.S. forces back into harm's way, leaving Scion the only credible force in the region capable of blunting the Turks' advances.But when Patrick McLanahan makes the decision to take the fight to the Turks, can the president rein him in? And just where does McLanahan's loyalty ultimately lie: with his country, his commander in chief, his fellow warriors ... or with his company's shareholders?In Rogue Forces, Dale Brown, the New York Times bestselling master of thrilling action, explores the frightening possibility that the corporations we now rely on to fight our battles are becoming too powerful for America's good.

Дейл Браун

Триллер