Ember, o Pyros —su verdadero nombre sólo lo conocían los draconianos u otros dragones, nunca los simples mortales—, era un viejo e inmenso dragón rojo. Pyros había sido una recompensa otorgada por la Reina de la Oscuridad a Lord Verminaard, aunque en realidad, su verdadera misión era no perder de vista a Verminaard, cuyo temor a los verdaderos dioses se había incrementado con el tiempo. En Krynn, todos los Señores de los Dragones poseían un dragón, aunque tal vez no tan fuerte e inteligente como Pyros, pues éste cumplía una importantísima misión, desconocida incluso por su mismo amo . Se la había asignado directamente la Reina de la Oscuridad, y sólo ella y su malvada hueste la conocían.
El cometido de Pyros era buscar en esa parte de Ansalon a un hombre, un hombre de muchos nombres. La Reina de la Oscuridad le llamaba el Hombre Eterno. Los dragones le llamaban el Hombre de la Joya Verde. Su nombre humano era Berem. Y la causa de que Pyros estuviese en las habitaciones de Verminaard aquella tarde, cuando en realidad hubiese preferido estar echando la siesta en su cubil, era la búsqueda de aquel humano.
Pyros había sido informado de que Fewmaster Toede traía a dos prisioneros para ser interrogados y siempre cabía la posibilidad de que Berem fuese uno de ellos. Por ese motivo, el dragón asistía siempre a los interrogatorios, aunque la mayoría de las veces experimentaba un profundo aburrimiento. El único momento que le parecía interesante, era cuando Verminaard ordenaba arrojar a uno de sus prisioneros como «alimento del dragón».
Pyros se hallaba tendido a lo largo del enorme salón del trono, llenándolo por completo. Tenía las inmensas alas plegadas, moviéndose al ritmo de su respiración, cual un gran mecanismo ideado por un gnomo. Dormitaba, roncando y moviéndose ligeramente. De pronto una vasija cayó al suelo haciéndose añicos. Verminaard alzó la vista de la mesa en la que examinaba un mapa de Qualinesti.
—Será mejor que te transformes antes de destrozarlo todo —gruñó.
Pyros abrió un ojo, observó fríamente a Verminaard unos instantes y, de mala gana, formuló una breve palabra mágica. El gigantesco dragón rojo comenzó a rielar como un espejismo. El monstruoso dragón comenzó su metamorfosis hasta convertirse en un insignificante hombre moreno, de cara delgada y sesgados ojos rojos. Vestido con una túnica violácea, Pyros, el hombre, caminó hasta una mesa y una silla colocadas cerca del trono de Verminaard. Tomó asiento, cruzó los brazos y observó con odio manifiesto la amplia y musculosa espalda de Verminaard.
De pronto se oyó un golpe en la puerta.
—Pasad —ordenó Verminaard.
Un guardia draconiano abrió la puerta, haciendo entrar a Fewmaster y a sus prisioneros. Después se retiró, cerrando tras él la inmensa puerta de bronce y oro. Verminaard continuó estudiando su plan de batalla, haciendo esperar a Fewmaster un largo rato. Cuando acabó, dirigió una condescendiente mirada a Toede y poniéndose en pie, se encaminó hacia el trono, que estaba laboriosamente tallado imitando las fauces de un dragón.
Verminaard tenía un aspecto imponente. Era alto y corpulento y vestía una escamada armadura azul oscuro y oro. La terrorífica máscara de los Señores de los Dragones ocultaba su rostro. Moviéndose con una gracia notable para un hombre tan robusto, se recostó en el trono cómodamente, y su mano, enfundada en cuero, comenzó a acariciar descuidadamente una maza negra y oro que tenía a su lado.
Verminaard dirigió una iracunda mirada a Toede y a los dos cautivos. Sabía perfectamente que Toede los había apresado sólo para expiar la desastrosa pérdida de la enviada de Mishakal. El Señor del Dragón había sido informado por los draconianos de que una mujer, cuya descripción coincidía con la de la mujer sacerdotisa, se hallaba entre los prisioneros capturados en Solace pero había conseguido escapar; su furia fue terrorífica.
Toede casi había pagado aquel error con su vida. Como el goblin era un ser plañidero y rastrero, Verminaard había decidido no concederle audiencia en todo el día, sin embargo había cambiado de opinión, pues tenía la molesta sensación de que en sus dominios no todo marchaba como debiera.
¡Es esa maldita sacerdotisa! —pensaba Verminaard. Podía percibir su poder cada vez más cerca, lo cual le hacía sentir nervioso e inquieto. Examinó rápidamente a los prisioneros de Toede, y al ver que ninguno de ellos coincidía con la descripción que tenía de los invasores de Xak Tsaroth, frunció el ceño tras su máscara.
La reacción de Pyros fue diferente. El transfigurado dragón se levantó y golpeó la mesa con sus huesudas manos con tal ferocidad, que dejó la marca de sus dedos en la madera. Temblando exaltado, tuvo que hacer un gran esfuerzo para sentarse de nuevo y calmarse. El único reflejo de su alborozo interno eran sus ojos, que ardían con una llama devoradora mientras observaba a los prisioneros.