Sano cogió de la mesa una botella a juego con los cuencos, miró en el interior y vio que quedaba algo de liquido.
– Nos la llevaremos como prueba, y los cuencos, también -dijo-. Pero existe más de una manera de administrar un veneno. Tal vez lo inhaló. -Sano recogió las lámparas y los incensarios-. ¿Y qué piensas del tatuaje?
– El carácter
– Quizá. -Sano contempló la navaja, el cuchillo con la punta ensangrentada y el vello pubiano del suelo-. Parece que acababa de terminar el tatuaje cuando murió.
Recogió los utensilios, descubrió el tintero en una esquina y lo colocó con el resto de los objetos. Acto seguido, registraron la habitación.
Los armarios y cofres contenían edredones y futones doblados, quimonos y fajas, artículos de tocador, adornos para el pelo, maquillaje, un samisén y un pincel y una piedra de tinta, la miscelánea vital de las mujeres; pero no había comida ni bebida, ni nada que tuviese aspecto de sustancia venenosa. Envuelto en un quimono interior blanco, Sano encontró un libro del tamaño de su mano, encuadernado en seda impresa con un motivo de tréboles de color verde pálido entrelazados sobre un fondo malva, y atado con un cordón dorado. Hojeó las páginas de suave papel de arroz, cubiertas de minúsculos caracteres de caligrafía femenina. En la primera página estaba escrito: «Diario íntimo de la dama Harume.»
– ¿Un diario? -inquirió Hirata.
– Eso parece.
Desde el reinado de los emperadores Heian, hacía quinientos años, a menudo las damas de la corte ponían por escrito sus experiencias y pensamientos en libros de ese tipo. Sano se metió el diario bajo la faja para examinarlo más adelante y le dijo a Hirata con voz calma:
– Llevaré al depósito el sake, el aceite de la lámpara, el incienso, los utensilios y la tinta para que el doctor Ito los analice; a lo mejor es capaz de identificar el veneno, si es que lo hay. -Envolvió con cuidado los artículos en la prenda que había contenido el diario-. Mientras esté ausente, haz el favor de supervisar el traslado del cuerpo de la dama Harume; asegúrate de que nadie toque nada.
Sano oía los murmullos de los sacerdotes en el exterior de la habitación y el parloteo y el llanto de las mujeres en los aposentos vecinos. Bajó aún más la voz.
– Por ahora, la causa oficial de la muerte es la enfermedad, y existe todavía la posibilidad de una epidemia. Haz que nuestros hombres difundan la noticia entre los habitantes del castillo y ordénales que se queden en sus dependencias o en sus puestos hasta que pase el peligro. -Durante el último año el número de subordinados personales de Sano había aumentado hasta alcanzar un centenar entre detectives, soldados y oficinistas, los suficientes para dar cuenta de aquel asunto-. Así evitaremos que se extiendan los rumores.
– Si la dama Harume murió de una enfermedad contagiosa -asintió Hirata-, tendremos que saber lo que hizo, dónde fue y a quién vio justo antes de morir, de modo que podamos rastrear la enfermedad y poner en cuarentena a aquellos con quienes entró en contacto. Concertaré una cita con la funcionaria mayor de palacio y con la honorable madre de su excelencia.
La esposa del sogún era una inválida que estaba recluida en la cama, por cuya intimidad y salud velaban unos pocos médicos y asistentes de confianza. En consecuencia, la madre de Tokugawa Tsunayoshi, la dama Keisho-in, era su constante compañera y frecuente asesora y quien gobernaba el Interior Grande.
– Pero, si fue un asesinato -prosiguió Hirata-, necesitaremos información sobre las relaciones de la dama Harume con la gente que la rodeaba. Haré discretas averiguaciones.
– Bien.
Sano sabía que podía confiar en Hirata, que había dado sobradas muestras de su competencia y su inquebrantable lealtad durante el tiempo que habían trabajado juntos. En Nagasaki, el joven vasallo lo había ayudado a solucionar un caso difícil, y le había salvado la vida.
– Y, sosakan-sama, lamento lo del banquete de bodas. -Salieron de la habitación, e Hirata hizo una reverencia-. Enhorabuena por vuestro matrimonio. Será un privilegio hacer extensibles mis servicios a la honorable dama Reiko.
– Gracias, Hirata-san.