Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

Sano correspondió a la reverencia. Apreciaba la amistad de Hirata, que lo había apoyado a lo largo de un periodo solitario de su vida. Una de las cosas más duras de aquel trabajo había sido aprender a compartir la responsabilidad y los riesgos, pero Hirata le había enseñado la necesidad -y el honor- de hacerlo. Estaban unidos por la antigua tradición samurái de señor y vasallo, absoluta y eterna. Contento de dejar las cosas en manos de confianza, Sano salió del palacio y se encaminó hacia el depósito de cadáveres de Edo.

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La puerta de la mansión que Sano poseía en las dependencias funcionariales del castillo de Edo permanecía abierta al resplandor de la tarde de otoño. Por la calle, donde vivían otros altos funcionarios del bakufu, acudían porteadores con regalos de boda de ciudadanos prominentes que esperaban atraerse el favor del sosakan del sogún. Los sirvientes los recogían, cruzaban el patio empedrado y, por la cancela interior, entraban en la casa entejada con paredes de entramado de madera. Allí las doncellas deshacían el equipaje, los cocineros se afanaban con la comida y el ama de llaves supervisaba los preparativos de última hora para la residencia de los recién casados. Los miembros del cuerpo de detectives de élite del sosakan pululaban por los barracones y los establos que rodeaban la edificación, por las oficinas de la parte delantera de la casa y por la puerta, atareados en ausencia de su señor.

Aislada de ese bullicio, Ueda Reiko, ataviada aún con su quimono blanco de novia, permanecía de rodillas en su cámara de los aposentos privados de la mansión, entre cofres llenos de sus pertenencias personales, trasladadas desde la casa del magistrado Ueda. La habitación recién decorada desprendía el dulce olor del tatami nuevo. Un colorido mural de pájaros en un bosque decoraba la pared. Un tocador negro esmaltado, con biombo y armario a juego e incrustaciones de mariposas doradas, estaba ya a disposición de Reiko. La luz vespertina atravesaba las ventanas de papel con celosía. En el exterior, los pájaros cantaban en el jardín. A pesar de lo agradable del entorno y del hecho de haber pasado a vivir en el castillo de Edo -la meta de toda dama de su clase-, Reiko no lograba ahuyentarla infelicidad que pesaba en su espíritu.

– ¡Aquí estáis, mi señora!

O-sugi, la niñera y acompañante de Reiko, que se había mudado al castillo con ella, entró en la habitación como un torbellino. Rechoncha y sonriente, O-sugi contempló a Reiko con afectuosa exasperación.

– Pensando en las musarañas, como siempre.

– ¿Qué más puedo hacer? -preguntó Reiko con tristeza-. Se ha cancelado el banquete. Se han ido todos. Y me has dicho que no saque mis cosas porque para eso tengo a los sirvientes, y causaría mala impresión que hiciese algo por mí misma.

Reiko había contado con los festejos para distraerse de su añoranza y sus temores. La muerte de la concubina del sogún y la posibilidad de una epidemia resultaban, en comparación, triviales. ¿Cómo iba ella, que en su vida no se había alejado de la casa de su padre más de unos pocos días, a vivir allí, para siempre, con un extraño? Aunque la ausencia de Sano retrasaba el vertiginoso salto a un futuro desconocido, Reiko no tenía otra ocupación que sus tribulaciones.

La niñera chasqueó la lengua.

– Bueno, podríais cambiaros. No tiene sentido que andéis por ahí con el quimono de novia ahora que la boda ha terminado.

Con la ayuda de O-sugi, Reiko se desprendió de los ropajes blancos y el quimono interior rojo, que fueron sustituidos por una costosa pieza de su ajuar -un quimono estampado con hojas de arce color burdeos sobre un fondo veteado marrón-, aunque resultara sosa y apagada en comparación con sus habituales prendas alegres y brillantes de doncella. Las mangas le llegaban sólo a las caderas -y no hasta el suelo como habían hecho hasta la fecha-, lo apropiado para una mujer casada. O-sugi le recogió con agujas la larga cabellera en un peinado nuevo y serio. Cuando Reiko se colocó delante del espejo y observó la desaparición de los símbolos de su juventud y el envejecimiento de su reflejo, su infelicidad aumentó.

¿Estaba condenada a una existencia de reclusión en aquella casa, simple recipiente de los hijos de su marido, esclava a su autoridad? ¿Debían morir todos sus sueños el primer día de su vida adulta?

La inusual infancia de Reiko la había hecho poco propensa al matrimonio. Era el único vástago del magistrado Ueda; su madre murió cuando era niña, y su padre no había vuelto a casarse. Podría haber hecho caso omiso de su hija y encomendar por completo sus cuidados a los sirvientes, como otros habrían hecho en su situación, pero el magistrado Ueda valoraba a Reiko como lo único que le quedaba de la amada esposa que había perdido. La inteligencia de la niña había afianzado su cariño.

A los cuatro años entraba con paso todavía inseguro en el estudio de su padre y fisgoneaba los informes que escribía. «¿Qué pone aquí?», preguntaba, señalando un carácter tras otro.

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