– ¡Baje la voz, se lo suplico! -exclamó, aunque Sano había hablado en tono quedo. Después de un furtivo vistazo al pasillo, susurró-: En los tiempos que corren, el veneno es a menudo una posibilidad en caso de muerte repentina e inexplicable. -Sano sabía que en tiempos de paz la gente solía utilizarlo para atacar a sus enemigos sin declarar una guerra abierta-. Pero ¿sois consciente de los peligros que entraña una afirmación como ésa?
Lo era. La noticia de un envenenamiento -verdadero o supuesto- crearía un clima de suspicacia no menos pernicioso que una epidemia. Las legendarias hostilidades del Interior Grande experimentarían una escalada y podrían llegar a adoptar un cariz violento. Ya había sucedido en el pasado. Poco antes de la llegada de Sano al castillo, dos concubinas habían acabado una discusión con una pelea en la que la ganadora apuñaló a la vencida con un pasador del pelo. Hacía once años, una sirvienta había estrangulado a una funcionaria de palacio en la bañera. El pánico se extendería al resto del castillo, intensificaría las rivalidades y provocaría duelos mortales entre funcionarios samurái y soldados.
¿Y qué pasaría si el sogún, siempre susceptible a los desafíos a su autoridad, veía el asesinato de una concubina como un ataque a su persona? Sano preveía una purga sangrienta de culpables potenciales. En busca de una posible conspiración, el bakufu -el gobierno militar de Japón- investigaría a todos los funcionarios, desde el Consejo de Ancianos hasta los más humildes oficinistas; a todos los sirvientes, a todos los
– No tenemos pruebas de que asesinaran a la dama Harume -dijo el doctor Kitano.
Al ver lo pálido que estaba, Sano adivinó que, como médico mayor y entendido en fármacos, temía ser el principal sospechoso en un crimen que comportara veneno. El tampoco quería someterse al riguroso examen del bakufu, puesto que tenía un poderoso enemigo que ansiaba su ruina: el chambelán Yanagisawa. Ahora tenía esposa y familia política, vulnerables también a los ataques. En Nagasaki había aprendido las nefastas consecuencias de ceder a la curiosidad investigando asuntos delicados…
Aun así, como siempre que empezaba una investigación, Sano entraba en un terreno donde las cuestiones elevadas pesaban más que las personales y prácticas. El deber, la lealtad y el valor eran las virtudes cardinales del
Además, si la habían asesinado y no se emprendían acciones al respecto, podrían producirse más muertes. En esta ocasión sus deseos personales coincidían con los intereses de seguridad y de paz en el castillo, para bien o para mal.
– Estoy de acuerdo en que aún es pronto para descartar la enfermedad -concedió Sano-. Todavía existe la posibilidad de una epidemia. Concluid vuestro examen a las mujeres, mantenedlas en cuarentena e informadme de inmediato de cualquier caso de muerte o enfermedad. Y haced el favor de encargaros de que alguien se lleve el cuerpo de la dama Harume al depósito de cadáveres de Edo.
– ¿Al depósito de cadáveres? -masculló el doctor-. Pero, sosakan-sama, los habitantes del castillo de alto rango no van allí cuando mueren; los enviamos al templo de Zojo para que los incineren. A buen seguro que ya lo sabéis. Además, aún no podemos retirar el cuerpo de la dama Harume. Hay que redactar un informe que dé fe de las circunstancias de su muerte. Los sacerdotes han de preparar el cuerpo para el funeral, y sus compañeras tienen que velarla durante una noche. Es lo que se hace siempre.
En el transcurso de aquellos rituales el cadáver se deterioraría, y era posible que se perdieran pruebas.
– Encargaos de que lleven a la dama Harume al depósito de cadáveres -repitió Sano-. Es una orden.
Poco deseoso de aclarar por qué quería que llevaran a la concubina al sitio adonde iban a parar los plebeyos y forajidos muertos y las víctimas de grandes catástrofes como inundaciones o terremotos, Sano sabía que una demostración de autoridad a menudo obtenía mejores resultados que una explicación.
El doctor salió, y Sano e Hirata inspeccionaron la habitación.
– ¿La fuente del veneno? -preguntó Hirata, señalando un punto del suelo cercano al cadáver amortajado. Dos finos cuencos de porcelana descansaban sobre el tatami; su contenido había oscurecido la estera al derramarse-. A lo mejor estaba con alguien que le puso el veneno en la bebida.