Una vez que el magistrado le enseñaba una palabra, jamás la olvidaba. Muy pronto fue capaz de leer frases sencillas. Aún se acordaba del placer de descubrir que cada carácter poseía un significado propio, y que una columna de ellos expresaba una idea. Dejaba de lado las muñecas y pasaba horas plasmando con tinta sus palabras en grandes hojas de papel. El magistrado Ueda había dado alas a los intereses de Reiko. Contrató a tutores que le enseñaron a leer, caligrafía, historia, matemáticas, filosofía y los clásicos chinos: asignaturas que se le habrían enseñado a un chico. Cuando descubrió a su hija de seis años blandiendo su espada contra un enemigo imaginario, contrató a maestros de las artes marciales para que le enseñaran
– Una samurái tiene que saber defenderse en caso de guerra -dijo el magistrado Ueda a los dos
Reiko recordaba el desdén con el que la trataban y las lecciones destinadas a disuadirla de aquella ocupación masculina. Como adversarios para los combates de práctica le llevaban a chicos más grandes y fuertes. Pero el espíritu orgulloso de Reiko se negó a doblegarse. Con el pelo alborotado y el uniforme blanco manchado de sangre y sudor, había aporreado a su contrincante con la espada de madera hasta tumbarlo bajo una tormenta de golpes. Había enviado al suelo con una llave a un chico dos veces más grande que ella. Su recompensa fue el respeto que advirtió en los ojos de sus maestros y las auténticas espadas de acero que su padre le había regalado, y que había ido sustituyendo cada año por unas más grandes a medida que crecía. Le encantaban los relatos de batallas históricas, y se ponía en la piel de los grandes guerreros Minamoto Yoritomo o Tokugawa Ieyasu. Sus compañeros de juegos eran los hijos de los criados de su padre; despreciaba al resto de las chicas por débiles y frívolas. Estaba convencida de que, como única descendiente de su padre, algún día heredaría su cargo de magistrado de Edo, y tenía que estar preparada.
La realidad pronto la curó de aquellas ideas. «Las chicas no llegan a magistrado cuando crecen -se burlaban sus maestros y amigas-. Se casan, crían hijos y sirven a sus maridos.»
Había escuchado a escondidas cómo su abuela le decía a su padre:
– No está bien que trates a Reiko como a un chico. Si no acabas con esas ridículas lecciones, nunca aprenderá cuál es su puesto en el mundo. Hay que enseñarle algunas habilidades femeninas, o nunca encontrará marido.
El magistrado Ueda había transigido: las lecciones habían continuado, pero también había contratado a profesores para que enseñaran a Reiko costura, arreglos florales, música y la ceremonia del té. Y aun así se había aferrado a sus sueños. Su existencia iba a ser diferente de la del resto de las mujeres: viviría aventuras, alcanzaría la gloria.
Entonces, a los quince años, su abuela convenció al magistrado de que le había llegado el momento de casarse. Su primer
Se trataba de un rico burócrata de alto rango en el régimen Tokugawa. Además era gordo, cuarentón y estúpido. En el transcurso de una merienda bajo los cerezos en flor, se emborrachó y realizó comentarios obscenos sobre sus visitas a las cortesanas de Yoshiwara. Reiko advirtió con horror que su abuela y la mediadora no compartían su repugnancia: las ventajas sociales y económicas del enlace les impedían ver los defectos del hombre. El magistrado Ueda esquivaba la mirada de Reiko, que notaba que su padre deseaba romper las negociaciones pero era incapaz de dar con una razón aceptable para hacerlo. Reiko decidió encargarse ella misma.
– ¿Creéis que Japón podría haber conquistado Corea hace noventa y ocho años, en vez de tener que abandonar y retirar las tropas? -le preguntó al burócrata.
– Bueno, yo…, pues no lo sé, claro que… -respondió en tono bravucón- nunca lo he pensado.