Intenté sonreír agradecida por el comentario, pero no lo logré del todo. Estaba hermosa, cierto; hermosa y distinta, como una persona ajena a la que había sido tan sólo unos meses atrás. Hermosa, distinta y asustada como un ratón, muerta de miedo, lamentando haber aceptado aquella petición insólita. Por la mirada de mi madre al llegar, deduje que el hecho de que Ramiro apareciera a mi lado no le resultaba en absoluto grato. Al entrever nuestra intención de entrar juntos, atajó sin miramientos.
–Esto es un asunto de familia; si no le importa, usted se queda aquí.
Y sin pararse a recibir respuesta, se giró y atravesó el portón imponente de hierro negro y cristal. Yo habría querido que él estuviera a mi lado, necesitaba su apoyo y su fuerza, pero no me atreví a encararla. Me limité a susurrar a Ramiro que era mejor que se marchara y la seguí.
–Venimos a ver al señor Alvarado. Nos espera -anunció al portero. Asintió éste y sin mediar palabra se dispuso a acompañarnos hasta el ascensor.
–No hace falta, gracias.
Recorrimos el amplio portal y empezamos a subir la escalera, mi madre delante con paso firme, sin rozar apenas la madera pulida del pasamanos, embutida en un traje de chaqueta que no le conocía. Yo detrás, acobardada, agarrándome a la baranda como a un salvavidas en una noche de tempestad. Las dos mudas cual tumbas. Los pensamientos se me acumulaban en la cabeza a medida que ascendíamos uno a uno los escalones. Primer rellano. Por qué se desenvolvía mi madre con tanta familiaridad en aquel lugar ajeno. Entreplanta. Cómo sería el hombre al que íbamos a ver, por qué ese repentino empeño en conocerme después de tantos años. Principal. El resto de los pensamientos quedaron agolpados en el limbo de mi mente: no había tiempo para ellos, habíamos llegado. Gran puerta a la derecha, el dedo de mi madre sobre el timbre apretando seguro, sin la menor señal de intimidación. Puerta abierta con inmediatez, criada veterana y encogida dentro de un uniforme negro y cofia impoluta.
–Buenas tardes, Servanda. Venimos a ver al señor. Supongo que estará en la biblioteca.
La boca de Servanda quedó entreabierta con el saludo colgando, como si hubiera recibido la visita de un par de espectros. Cuando consiguió reaccionar y parecía que por fin iba a ser capaz de decir algo, una voz sin rostro se superpuso a la suya. Voz de hombre, ronca, fuerte, desde el fondo.
–Que pasen.