Cebada. Los señores que veía en mis idas y venidas por las calles prósperas de Madrid al repartir los encargos del taller de doña Manuela eran para mí como seres de otro mundo, entes de otra especie que en absoluto encajaban en el molde que en mi mente existía para la categoría de presencia paterna. Delante, sin embargo, tenía a uno de aquellos ejemplares. Un hombre aún apuesto a pesar de su corpulencia un tanto excesiva, con pelo ya canoso que en su día debió de haber sido claro y ojos color miel algo enrojecidos, vestido de gris oscuro, propietario de un gran hogar y una familia ausente. Un padre distinto a los demás padres que por fin arrancó a hablar, dirigiéndose a mi madre y a mí alternativamente, a
–Vamos a ver, esto no es fácil -dijo a modo de anuncio.
Inhalación profunda, calada al puro, humo fuera. Vista alzada, a mis ojos por fin. A los de mi madre, luego. A los míos otra vez. Y
–Os he buscado porque me temo que cualquier día de éstos me van a matar. O voy a acabar yo matando a alguien y me van a encarcelar, que será como una muerte en vida, lo mismo da. La situación política está a punto de reventar y, cuando lo haga, sólo Dios sabe qué va a ser de todos nosotros.
Miré de reojo a mi madre en busca de alguna reacción, pero su rostro no transmitía el más mínimo gesto de inquietud: como si en vez del presagio de una muerte inminente, le hubieran anunciado la hora o el pronóstico de un día nublado. Él, entretanto, prosiguió desmenuzando premoniciones y exudando chorros de amargura.