La criada se hizo a un lado, aún presa de un nervioso desconcierto. No necesitó indicarnos el camino: mi madre parecía conocerlo de sobra. Avanzamos por un pasillo amplio, evitando salones con paredes enteladas, tapices y retratos de familia. Al llegar a una puerta doble, abierta a la izquierda, mi madre giró hacia ella. Percibimos entonces la figura de un hombre grande esperándonos en el centro de la estancia. Y otra vez la voz potente.
–Adelante.
Despacho grande para el hombre grande. Escritorio grande cubierto de papeles, librería grande llena de libros, hombre grande mirándome, primero a los ojos, después hacia abajo, otra vez hacia arriba. Descubriéndome. Tragó saliva él, tragué saliva yo. Dio unos pasos hacia nosotras, posó su mano en mi brazo y me apretó sin forzar, como queriendo cerciorarse de que en verdad existía. Sonrió levemente con un lado de la boca, como con un poso de melancolía.
–Eres igual que tu madre hace veinticinco años.
Retuvo su mirada en la mía mientras me presionaba un segundo, dos, tres, diez. Después, aún sin soltarme, desvió la vista y la concentró en mi madre. Volvió a su rostro la débil sonrisa amarga.
–Cuánto tiempo, Dolores.
No contestó, tampoco esquivó sus ojos. Despegó entonces él su mano de mi brazo y la extendió en dirección a ella; no parecía buscar un saludo, sólo un contacto, un roce, como si esperara que sus dedos le salieran al encuentro. Pero ella se mantuvo inmóvil, sin responder al reclamo, hasta que él pareció despertar del encantamiento, carraspeó y, en un tono tan atento como forzadamente neutro, nos ofreció asiento.
En vez de dirigirse a la gran mesa de trabajo donde se acumulaban los papeles, nos invitó a acercarnos a otro ángulo de la biblioteca. Se acomodó mi madre en un sillón y él enfrente. Y yo sola en un sofá, en medio, entre ambos. Tensos, incómodos los tres. Él se entretuvo en encender un habano. Ella se mantenía erguida, con las rodillas juntas y la espalda recta. Yo, mientras tanto, arañaba con el dedo índice la tapicería de damasco color vino del sofá con la atención concentrada en la labor, como si quisiera hacer un agujero en la urdimbre del tejido y escapar por él como una lagartija. El ambiente se llenó de humo y volvió el carraspeo como anticipando una intervención, pero antes de que ésta pudiera ser vertida al aire, mi madre tomó la palabra. Se dirigía a mí, pero sus ojos se concentraban en él. Su voz me obligó a levantar por fin la vista hacia los dos.