–Bueno, Sira, éste es tu padre, por fin le conoces. Se llama Gonzalo Alvarado, es ingeniero, dueño de una fundición y ha vivido en esta casa desde siempre. Antes era el hijo y ahora el señor, cómo pasa la vida. Hace mucho tiempo yo venía aquí a coser para su madre, nos conocimos entonces y, en fin, tres años después naciste tú. No imagines un folletín en el que el señorito sin escrúpulos engaña a la pobre modistilla ni nada por el estilo. Cuando empezó nuestra relación, yo tenía veintidós años y él, veinticuatro: los dos sabíamos perfectamente quiénes éramos, dónde estábamos y a qué nos enfrentábamos. No hubo engaño por su parte ni más ilusiones que las justas por la mía. Fue una relación que terminó porque no podía llegar a ningún sitio; porque nunca tendría que haber empezado. Yo fui quien decidió acabar con ella, no fue él quien nos abandonó a ti y a mí. Y he sido yo la que siempre se ha empeñado en que no tuvierais ningún contacto. Tu padre intentó no perdernos, con insistencia al principio; después, poco a poco, fue haciéndose a la situación. Se casó y tuvo otros hijos, dos varones. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él, hasta que anteayer recibí un recado suyo. No me ha dicho por qué quiere conocerte a estas alturas, ahora lo sabremos.
Mientras ella hablaba, él la contemplaba con atención, con serio aprecio. Cuando calló, esperó unos segundos antes de tomar el relevo. Como si estuviera pensando, midiendo sus palabras para que estas expresaran con exactitud lo que quería decir. Aproveché esos momentos para observarle y lo primero que me vino a la cabeza fue la idea de que jamás podría haberme figurado un padre así. Yo era morena, mi madre era morena, y en las muy escasas evocaciones imaginarias que en mi vida hubiera podido tener de mi progenitor, siempre lo había pintado como nosotras, uno más, con la tez tostada, el pelo oscuro y el cuerpo ligero. Siempre, también, había asociado la figura de un padre con las estampas de la gente de mi entorno: nuestro vecino Norberto, los padres de mis amigas, los hombres que llenaban las tabernas y las calles de mi barrio. Padres normales de gente normal: empleados de correos, dependientes, oficinistas, camareros de cafés o dueños como mucho de un estanco, una mercería o un puesto de hortalizas en el mercado de la