–Perdonad que os cuente todas estas cosas de una manera tan impulsiva, pero llevo mucho tiempo pensando sobre ello y creo que ha llegado el momento de empezar a actuar. Este país se hunde. Esto es una locura, un sinsentido y a mí, como os he dicho, cualquier día de éstos me van a matar. Las tornas del mundo están cambiando y cuesta ajustarse a ellas. Me he pasado más de treinta años trabajando como un animal, desvelándome por mi negocio e intentando cumplir con mi deber. Pero, o los tiempos no me vienen de cara, o en algo serio he debido de equivocarme porque, al final, todo me ha dado la espalda y la vida parece escupirme de pronto su venganza. Mis hijos se me han ido de las manos, mi mujer me ha abandonado y el día a día en mi empresa se ha convertido en un infierno. Me he quedado solo, no encuentro apoyo en nadie, y estoy convencido de que la situación ya sólo puede ir a peor. Por eso estoy preparándome, ordenando mis asuntos, los papeles, las cuentas. Disponiendo mis últimas voluntades e intentando que todo quede organizado por si acaso un día no vuelvo. Y, a la par que en los negocios, también estoy poniendo orden en mis recuerdos y en mis sentimientos, que alguno me queda aunque sean escasos. Cuanto más negro lo veo todo a mi alrededor, más escarbo entre mis afectos y rescato la memoria de lo bueno que la vida me ha dado; y ahora que se agotan mis días, he caído en la cuenta de que una de las pocas cosas que realmente ha valido la pena, ¿sabes qué es, Dolores? Tú. Tú y esta hija nuestra que es tu viva estampa en los años que estuvimos juntos. Por eso he querido veros.
Gonzalo Alvarado, ese padre mío que al fin tenía rostro y nombre, hablaba ya con más tranquilidad. A mitad de su intervención empezó a vislumbrarse como el hombre que debería ser todos los días que no eran aquél: seguro de sí mismo, contundente en sus gestos y palabras, acostumbrado a mandar y a llevar la razón. Le había costado trabajo arrancar; no debía de resultar grato encararse a un amor perdido y una hija desconocida tras un cuarto de siglo de ausencia. Pero en aquel momento del encuentro se hallaba ya del todo aposentado en el aplomo, dueño y señor de la situación. Firme en su discurso, sincero y descarnado como sólo puede serlo quien ya nada tiene que perder.
–¿Sabes una cosa, Sira? Yo quise de verdad a tu madre; la quise mucho, muchísimo, y ojalá todo hubiera sido de otra manera para haberla podido tener siempre a mi lado. Pero, lamentablemente, no fue así.