Se desprendió de mi mirada y volvió la vista hacia ella. Hacia sus grandes ojos color avellana hartos de coser. Hacia su hermosa madurez sin afeites ni aderezos.
–Luché poco por ti, ¿verdad, Dolores? Fui incapaz de hacer frente a los míos y no estuve a la altura contigo. Después, ya lo sabes: me acomodé a la vida que se esperaba de mí, me acostumbré a otra mujer y otra familia.
Mi madre escuchaba en silencio, impasible en apariencia. No sabría decir si estaba ocultando sus emociones o si aquellas palabras tampoco le provocaban ni frío ni calor. Se mantenía, sin más, hierática en su postura; indescifrables sus pensamientos, erguida dentro del traje de confección excelente que yo nunca le había visto, seguramente hecho con cualquier recorte sobrante de otra mujer con más telas y más suerte que ella en la vida. Él, lejos de frenarse ante su pasividad, continuó hablando.
–No sé si me creeréis o no, pero lo cierto es que, ahora que veo que me llega el final, lamento de corazón que hayan pasado tantos años sin ocuparme de vosotras y sin haber llegado siquiera a conocerte, Sira. Debería haber insistido más, no haber cejado en mi empeño por manteneros cercanas, pero las cosas eran como eran y tú, demasiado digna, Dolores: no ibas a consentir que os dedicara sólo las migajas de mi vida. Si no podía ser todo, entonces no sería nada. Tu madre es muy dura, muchacha, muy dura y muy firme. Y yo, probablemente, fui un débil y un cretino, pero, en fin, no es momento ya de lamentaciones.
Guardó silencio unos segundos, pensando, sin mirarnos. Después tomó aire por la nariz, lo expelió con fuerza y cambió de postura: despegó la espalda del respaldo del sillón y echó el cuerpo hacia delante, como queriendo ser más directo, como si ya se hubiera decidido a abordar de pleno lo que se suponía que tenía que decirnos. Parecía finalmente dispuesto a descolgarse de la amarga nostalgia que lo mantenía sobrevolando por encima del pasado, listo ya para centrarse en las demandas terrenales del presente.