Sostenía el paquete tendido; antes de recogerlo, miré a mi madre desconcertada sin saber qué hacer. Con un gesto afirmativo, breve y conciso, ella me transmitió su consentimiento. Sólo entonces extendí las manos.
–Muchas gracias -musité a mi padre.
Antepuso a su réplica una sonrisa adusta.
–No hay de qué, hija, no hay de qué. Bien, prosigamos.
Tomó después un estuche forrado de terciopelo azul y lo abrió. Cogió otro, esta vez color granate, más pequeño. Hizo lo mismo. Así sucesivamente hasta cinco. Los dejó expuestos sobre la mesa. Las joyas del interior no refulgían, había poca luz, pero no por ello dejaba de intuirse su valor.
–Esto era de mi madre. Hay más, pero María Luisa, mi mujer, se las ha llevado a su piadoso destierro. Ha dejado, sin embargo, lo más valioso, probablemente por ser lo menos discreto. Son para ti, Sira; lo más seguro es que nunca llegues a lucirlas: como ves, son un tanto ostentosas. Pero podrás venderlas o empeñarlas si alguna vez te hace falta y obtener por ellas una suma más que respetable.
No supe qué replicar; mi madre sí.
–De ninguna manera, Gonzalo. Todo esto pertenece a tu mujer.
–Nada de eso -atajó él-. Todo esto, mi querida Dolores, no es propiedad de mi mujer: todo esto es mío y mi voluntad es que, de mí, pase a mi hija.
–No puede ser, Gonzalo, no puede ser.
–Sí puede ser.
–No.
–Sí.
Allí murió la discusión. Silencio por parte de Dolores, batalla perdida. Cerró él las cajas una a una. Las apiló después en una ordenada pirámide, la más grande abajo, la más pequeña arriba. Desplazó el montón hacia mí haciéndolo resbalar sobre la superficie encerada de la mesa y cuando lo tuve enfrente, volvió su atención a unos pliegos de papel. Los desdobló y me los mostró.
–Esto son unos certificados de las joyas, con su descripción, tasación y todas estas cosas. Y hay también un documento notarial en el que se da fe de que son de mi propiedad y que yo te las cedo por mi propia voluntad. Te vendrá bien por si alguna vez tuvieras que justificar que son tuyas; espero que no precises demostrar nada ante nadie, pero por si acaso.
Plegó los papeles, los metió en una especie de carpeta, ató con habilidad una cinta roja a su alrededor y la colocó frente a mí también. Tomó entonces un sobre y extrajo un par de folios de papel apergaminado, con timbres, firmas y otras formalidades.