–No quiero entreteneros más de la cuenta con mis melancolías, disculpadme. Vamos a centrarnos.
Por primera vez desde que nos acomodamos se levantó del sillón y se dirigió al escritorio. Le seguí con la mirada: observé la espalda ancha, el buen corte de su chaqueta, el andar ágil a pesar de su corpulencia. Me fijé después en el retrato colgado en la pared del fondo hacia la que él se dirigía, imposible no hacerlo por su tamaño. Una dama elegante vestida a la moda de principios de siglo, ni hermosa ni lo contrario, con una tiara sobre el pelo corto y ondulado, el gesto adusto en un óleo con marco de pan de oro. Al volverse lo señaló con un movimiento de la barbilla.
–Mi madre, la gran doña Carlota, tu abuela. ¿La recuerdas, Dolores? Falleció hace siete años; si lo hubiera hecho hace veinticinco, probablemente tú, Sira, habrías nacido en esta casa. En fin, dejemos a los muertos descansar en paz.
Hablaba ya sin mirarnos, ocupado en sus quehaceres tras la mesa. Abrió cajones, sacó objetos, revolvió papeles y volvió a nosotras con las manos cargadas. Mientras caminaba no despegó la vista de mi madre.
–Sigues guapa, Dolores -apuntó al sentarse. Ya no estaba tenso, su incomodidad inicial apenas era un recuerdo-. Disculpad, no os he ofrecido nada, ¿queréis tomar algo? Voy a llamar a Servanda… -Hizo un gesto como de levantarse de nuevo, pero mi madre le interrumpió.
–No queremos nada, Gonzalo, gracias. Vamos a terminar con esto, por favor.